Capítulo 1

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Le dediqué una mirada de odio por quinta vez en el día a mi madre

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Le dediqué una mirada de odio por quinta vez en el día a mi madre.

Luego de empacar todas mis cosas y un viaje en automóvil de casi dos horas desde Los Ángeles a Bakersfield, finalmente aparcamos en la gran casa que anteriormente llamaba hogar.

Todo lucía diferente; desde las calles y carteles en la entrada del vecindario, hasta las paredes de la casa Bedling.

Una residencia totalmente moderna yacía frente a mis ojos. Con un frente de colores grises, ladrillo y madera. Un jardín sumamente limpio, con el césped cortado al ras del suelo y sin una maleza encima.
Nunca fuimos una familia mal parada. Siempre tuvimos un buen pasar económico, no el mejor, pero lo suficientemente bueno para darnos unos gustos.

Jane estacionó el coche en el garage. Inmediatamente supe que la buena vida se me había acabado.

—Hija, baja del auto.—Mamá me fulminó con los ojos.

Solté un gran respiro antes de dejar caer mis pies sobre el asfalto. La alta temperatura repercutía en la suela de mis viejas Vans y la diferencia de ventilación dentro del vehículo a la del exterior se hizo notoria.
Un abrumador viento caliente chocaba contra toda mi piel.

Un ruido de puerta abriéndose provocó que mi respiración se entrecortara y que mi corazón se detuviera por unos segundos.
Fue allí cuando un cincuentón de cabello castaño caminó hacia nosotras.

—¡Jane! ¡Brooke!—Su voz aturdió mis oídos. Ni siquiera había pasado una hora y ya no podía soportarlo.

—Hola, Jack.—Le dio un abrazo a mi madre y el hombre esperó uno de mi parte también, pero no le di el placer.—¿Dónde están los chicos?

—Allí vienen.

Reí ante la idea de cómo se verían mis hermanos luego de once años.
Cómo nuestro padre les habría arruinado la vida y los habría convertido en dos ingenuos religiosos buenos para nada.
Los imaginaba vestidos con dos o tres tallas más grandes que las adecuadas, y con sweaters a cuadros en tonos vainilla.

Un horror.

Pero la imagen que tenía frente a mí había logrado borrar cualquier rastro de sonrisa en mi cara.

Dos hombres extremadamente guapos permanecían recostados en el umbral de la puerta. Uno a cada lado.

Caleb era alto. De cabello castaño oscuro y una barba perfectamente recortada. Sus facciones estaban desarrolladas de tal manera en que las de aquel niño de catorce años que me ayudaba con las tareas de matemática de la escuela, habían desaparecido completamente.

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