Rojo sobre blanco.
La vista era horrible. Era perfecto que Gabo no estuviera allí para verlo. Colocó el arma en la mesa. Los tres cuerpos no podía ocultarlos por sí mismo, por lo que llamó al servicio de limpieza que Catorce (nunca iba a recordar su nombre ni aunque su vida dependiera de ello) y Joaquín tenían.
Aunque no podía estar tranquilo sin saber si Gabo estaba bien, debía de continuar. Ana era fuerte y ella iba a cuidar de Gabo. Reservó un vuelo a Italia mientras se limpiaba las heridas.
Ese curso de paramédico que tomó en México, le sirvió cuando se acomodó la nariz. La sangre brotó de sus labios al apretarlos para así camuflar el dolor y los gritos.
Buscó en los bolsillos de los intrusos. No encontró identificaciones. Los móviles no tenían llamadas o números guardados. Eso sí, vio un tatuaje en el brazo de uno de los bastardos, el retrato de una mujer (Feliccia, amore della mia vita).
—Lo siento, Feliccia— Lorenzo murmuró. Escupió la sangre justo al lado de un cuerpo.
Por Gabo, estaba yendo lejos. Y por Gabo, iría mucho más allá.
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Ana arribó al lugar que Lorenzo le dijo. Una granja abandonada. Dentro, la esperaba otro carro con dos placas diferentes y papeles para Gabo. Ana no los requería. Gabo sería Alfredo Rodríguez, nacido en Uruguay.
Aunque tranquila, Ana siempre estuvo atenta a cualquier auto sospechoso y si los iban siguiendo. Al parecer, no, sin embargo, jamás sintió confianza. Estaría así hasta que Gabo estuviera en México, y recibiera una llamada de su amigo.
Gabo ya estaba despierto. No se percató en la huida. Él iba a estar inconsciente pocos minutos.
—Hay que cambiar el auto. Debemos estar en el avión a más tardar en tres días.
—¿Para qué me enseñaron cómo defenderme si no iba a usarlo?— Gabo le reprochó, y bien, él tenía un punto válido.
—Conocemos al mismo Lorenzo, ¿no es así? Él va a intentar, por todos los medios, y a veces, menos ortodoxos métodos para no envolverte— lo siguiente que diría, era verdad y esperaba que eso hiciera entender a Gabo el sacrificio de Lorenzo— Es poco tiempo para decirlo, pero él moriría por tí. Lo sabes muy bien. Ya lo comprobaste.
—Debemos regresar— Gabo suplicó.
Ana comprendió el miedo y la penumbra detrás de esa petición.
—Sabes la respuesta. Ahora, tenemos que irnos.
No iba a mentirle cuando ni ella sabía si Lorenzo estaba bien. Era incierto. Lorenzo era un experto en improvisar estratégias, pero, Ana no sabía cuántos hombres eran. Lorenzo, en la vida real, podría ser al igual que Chuck Norris y acabar sin vida. Gabo arrastró los pies. Se subió al auto. Ana cambió las placas. Veía el camino cada dos por tres. No los seguían, sin embargo, la situación podría cambiar en cualquier segundo, justo como había pasado esa misma noche.
Gabo no dijo una palabra, solo suspiró. Tampoco durmió. Cuando se detuvieron en una tienda de conveniencia, Gabo no se bajó del auto y no le dió ni un solo bocado a la comida que Ana compró para él.
Si Lorenzo moría, Ana y Gabo cargarían la ausencia siempre.
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El conjunto de montañas parecían elefantes acostados. Hasta eran de color gris. Había poca flora por esa carretera. Le gustó el paisaje anterior, árboles y flores se veían por doquier, pese a la altura de la carretera y de los mareos causados por las curvas. Con el cambio de paisaje, cambió el clima. Gabo no se quitó el suéter de Lorenzo, más bien, se aferraba al pedazo de tela. Le preguntó a Ana si Lorenzo había llamado, numerosas veces al día, pero la respuesta era la misma. No había noticias de él.
México sería su residencia hasta que su caso se resolviera. Era el plan de Lorenzo desde un inicio, y se suponía que él debía de estar allí.
Gabo se rascó la nuca. Casi no dormía, porque si lo hacía, soñaba con Lorenzo en un charco de sangre y un disparo en la frente. En la pesadilla, también veía a su papá y a su abuela sin vida.
Sin Lorenzo, el miedo lo atormentaba. La seguridad se esfumó. Ana lo cuidaba, y de igual manera, lo protegería. Ella lo dejó claro. Aunque, en realidad, poco le importaba su seguridad sin Lorenzo allí.
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Ana recibió la llamada en la madrugada. La lluvia era torrencial. La electricidad fue interrumpida por el aire y la oscuridad iba a reinar hasta que la luz fuese reinstalada. Gabo dormía en el sillón. Ese era su lugar para descansar. No le gustaba dormir solo, por lo que Ana ocupaba el otro sillón. El sonido de la lluvia golpear cualquier superficie, era relajante.
El número era desconocido, y estuvo a punto de colgar. Cambió de opinión rápido. Contestó.
—Creí que tendría que llamarte cientos de veces— Lorenzo dijo.
Ana se llenó de dicha al escuchar la voz que tanto ella como Gabo habían anhelado escuchar desde lo sucedido.
—¡Lorenzo!
—Shh, no digas mi nombre.
—No van a rastrear este número. Está a nombre de una señora de sesenta años.
La línea estuvo en silencio, a excepción del sonido ambiente.
—No quiero que él sepa que te contacté.
—No puedes pedirme semejante cosa, Lorenzo. Simplemente no. Gabo no es un niño. No voy a engañarlo.
—Es solo por el momento.
Anna negó, aunque Lorenzo no pudo ver el movimiento. De nada le iba servir negarse, terminaría ocultandole información a Gabo.
—Te encanta meter la nariz donde no te llaman.
—Si, ese es mi currículum.
Anna estuvo a punto de carcajearse. No tenía la cara para reclamarle a su amigo, ella había hecho lo mismo tantas veces.
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La botella quedó vacía. El alcohol reforzaba su valentía y el dolor que iba a ser infligido, no lo sentiría. Observó por el retrovisor, un hombre fornido e intimidante se acercaba. Lorenzo sonrió. Justo como quería, el hombre tocó la ventana del auto. Lorenzo bajó la ventana y actuó, haciéndose el desentendido.
—¿En qué puedo ayudarlo?— cambió su acento, para que no se notara su verdadera nacionalidad. Dante, mucho tiempo atrás, le dio consejos sobre el acento italiano.
—Venga conmigo— el hombre le mostró el arma. Nada de sutilezas.
Lorenzo obedeció. Siguió al tipo a la entrada de una empresa, y desde allí, dos más lo flanquearon y lo guiaron. No jugó al estúpido más, Giovanni lo esperaba.
—Fue tonto de tu parte creer que no me daría cuenta de que me seguías— Giovanni se acarició la barba— Si estás aquí, es porque vale la pena.
—Gabo Moreti.
No hubo necesidad de explicar.
—Ah, sí, el talón de Aquiles de mi buen amigo Diego Guevara. Una lástima lo que está pasando ahora mismo. Ya no seremos amigos como antes, pero, es una pena— Giovanni cruzó la pierna.