Quería, pero no era ella

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VICTORIA BROWN

Mi padre decía que ser valiente era uno de mis súper poderes. Nunca le tuve miedo a nada. Podía dormir con la luz apagada luego de ver una película de terror. Volver a subirme a la bici segundos después de haberme raspado las rodillas en una caída. Subir a la montaña rusa más grande y lanzarme al agua sin salvavidas. Y así he sido hasta la fecha. Capaz de viajar en moto a 180 km/h en carretera libre. Sujetarme con una sola mano en el borde de un viejo faro y apuntarle con un arma a un imbécil en un callejón oscuro, pero lo que no sabía mi padre es que acelerar aun sabiendo que lo que hay en frente es un precipicio, no se puede llamar valentía, sino mera estupidez.

Desde el día que mi padre murió y quise devolverlo a la vida, nunca volví a desear tener un poder. Hasta ese día que quise cuidar a Emily de todo lo que pudiera dolerle. Ella se culpaba de lo que había pasado con su hermana y no me dio oportunidad de abrazar su impotencia, de besar su dolor. Me fui, llevándome conmigo las ganas de curarle el alma. Pero antes de salir, Daniela frenó mi paso.

―¡Hey! ¡Gracias por avisarme! Y discúlpala ¿sí? Está pasando por una situación complicada, pero estoy segura que valora el apoyo que le das ―intentó acomodar la forma en la que Emily me echó del hospital.

―Cuídala mucho, por favor ―le regalé una media sonrisa y salí.

Les mentiría si les dijera que verla abrazarlo como si él fuera su ancla, no hizo que mi corazón se rompiera en pedacitos. Les mentiría si les dijera que sus palabras no rasgaron mi alma, dejándome deshecha con un vacío en el estómago. Pero tampoco podía culparla, ni mucho menos condenarla. La forma en la que actuamos bajo circunstancias difíciles, no nos definen. Y eso lo aprendí con ella aquel día del accidente.

No quería llegar a casa, porque significaría llenar mi cabeza de pensamientos absurdos. Busqué mi celular y por suerte Tommy estaba en línea. Era fin de semana y siempre salía hasta tarde. Me dijo en donde estaba y me fui a encontrar con él.

―Uno doble, por favor ―ordenó―. Esta señorita lo va a necesitar ―dijo, en el instante que me vio tomar asiento. Nadie me conocía mejor que él.

―No me preguntes nada. Mis ganas de hablar están en cero ―expresé, antes de que pudiera decir algo y él solo hizo un gesto con sus dedos con el que simulaba cerrar su boca con llave.

Tomé el trago fondo blanco y ordené otro. En menos de quince minutos, ya me había tomado cuatro. Tommy se mantenía en silencio. Respetaba mi espacio y sabía que cuando estuviera lista, hablaría de lo que me estaba sucediendo.

―Si te elevan al cielo para luego soltarte, rompiéndote hasta el alma en la caída, y después de rota quedas con ganas de volver a subir ¿es masoquismo? ―pregunté, mientras tomaba el último sorbo de mi quinto trago―. No me hagas caso. Estoy hablando estupideces ―agregué, sin esperar respuesta y mi casi hermano solo me veía con una sonrisa de imbécil que le salía de forma natural.

―¿Qué te parece si intentas decirme lo que te pasa, pero esta vez sin metáforas? ―propuso, sin quitar la cara de sabelotodo que me hacía querer golpearlo.

Nunca tuvimos secretos. Sabíamos todo el uno del otro. Y no tuve miedo de decirle que me estaba enamorando de una chica. No tuve miedo de decirle que ella estaba con alguien más y tampoco lo tuve al decirle que por primera vez estaba teniendo miedo. Que me aterraba enamorarme y que ese amor me convirtiera en alguien débil, como le sucedió a mi padre.

No me dijo nada, pero con su silencio lo dijo todo. Tommy sabía que cuando hablaba de mí, no buscaba una opinión al respecto. Porque a veces no necesitamos de consejos, sino de alguien que solo nos escuche.

El espacio entre tú y yo -Katherine H.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora