Capítulo 2

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Bluffton, Carolina del sur, noviembre de 1988

Cuatro horas y media de viaje después estaba camino a casa, con los nervios y la emoción a flor de piel. El pueblo no había cambiado mucho en los últimos meses, a excepción de las nuevas banquetas en el parque y el frente de la iglesia. Los arbustos ya no estaban descuidados, sino que había plantado unos nuevos y habían piedras blancas decorando la orilla de la acera hacia la entrada.

La casa de mis padres quedaba a dos cuadras de la iglesia y a diez o quince minutos en auto de la de Alex. Mi abuela también vivía en esta misma calle. No había forma de no conocernos unos con los otros ni de no saber alguna nueva novedad en el pueblo. Mamá decía que éramos un pueblo pequeño y unido. Yo le llamaba un pueblo de gente chismosa.

Cuando ocurrió lo sucedido con Jonah, llegué llorando a casa de mi abuela. El autobús escolar me dejó frente a mi casa, pero si mi padre me miraba así, era capaz de ir a buscar a Jonah y darle una tunda aunque fuese menor de edad. O eso decía. Lo cierto era que mi papá no era agresivo, a menos de que se tratara de mí.

La cuestión es que decidí esa tarde correr a casa de mi abuela y que ella me consolara. Por supuesto en el camino me encontré con estudiantes del instituto y madres del pueblo, así que comenzaron a cuchichear sobre mi dramática corrida por la calle. Fui tema de conversación durante semanas luego de saber la razón de mi llanto. Por supuesto fue un infierno, y desde entonces supe que el pueblo no era unido, sólo se alimentaban de las vivencias de las demás personas, fueran buenas o malas.

Pero de eso habían pasado más de cuatro. Habían sucedido mudanzas y desalojos, así que podría decirse que Bluffton ahora era un pueblo nuevo, con gente nueva. Cada año de regreso era una vivencia nueva para mí.

Luego de casi dos horas, le di al taxista un billete de diez y le pedí que se quedara con el cambio. Me ayudó a apear las maletas y cuando estuve en la acera frente a mi casa, me quedé de pie escudriñando el hogar donde nací y crecí. No había nada nuevo en el porche, a excepción de los helechos guindando del techo y las gradas y la barandilla de un blanco reluciente. De seguro papá las había pintado entre ayer y hoy, aunque no olía a pintura fresca.

Subí la maleta a como pude por las gradas y toqué el timbre de la casa, pero nadie me abrió. Ahuequé mis manos en la ventana para mirar si había movimiento dentro, pero parecía estar vacía. Inmediatamente hice memoria recordando si mis padres me habrían dicho que esperarían por mí en el aeropuerto. Fruncí la cejas cuando supe que no era así.

Saqué el juego de llaves que tenía y abrí la puerta. Estaba a oscuras y en silencio; no había alguien ahí además de mí. Dejé la maleta junto a la puerta abierta y tiré el bolso en uno de los sillones. No sabía qué hacer, era mi casa, pero cada que volvía tenía que nuevamente acostumbrarme a que lo era.

No habían renovado nada, a excepción del tapizado de los tres sofás y la alfombra roja bajo la mesa en medio de los sillones. Mi casa no era de ricos, pero tampoco de gente pobre. Mamá era psiquiatra y en su tiempo libre, si es que tenía, hacía de estilista. Mi padre por otra parte era un buen abogado; el mejor del pueblo si me lo preguntas, así que de ninguna manera vivíamos mal ni estábamos cortos de dinero.

Sin embargo, a ambos les gustaba la vida sencilla y humilde, así que habían comprado esa casa en cuanto se casaron y se quedaron ahí. Ya comenzaba a verse vieja, pero dijera lo que dijera, jamás se irían ni le harían remodelaciones. Era su hogar con marca de agua. Había historia ahí.

Luego de inspeccionar la segunda parte de la casa, decidí revisar abajo, donde probablemente debí haberlo hecho primero. No fue hasta entrar a la cocina que el silencio de la casa se acabó.

Quizás mañanaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora