Capítulo 18

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Era mediados de febrero cuando tomé una decisión importante, y para ser honesta, a los veintitrés años no es como que haya tomado ya muchas decisiones importantes, así que no había sido nada fácil. No volvería a la universidad sino hasta el próximo año. Me negaba a viajar a California con Bryce a un paso cada vez más cerca de la muerte y yo amaba a Bryce y a mi carrera por igual. Con una situación como la que estábamos viviendo, definitivamente no podría estudiar. Yo no me podía permitir el sacar malas calificaciones. Algo me dijo que era mejor esperar a que la tormenta pasara.

Mis padres estuvieron de acuerdo. Alex me apoyó en todas las decisiones que tomé desde ese día en adelante, pero Bryce se sintió culpable. Dijo que no era su intención estancarme, pero no hice el más mínimo caso. Quería quedarme y me quedé y no me arrepiento de todas y cada una de mis decisiones, incluyéndolo.

Era un martes 14 de febrero de 1989 cuando Bryce estaba cumpliendo veintitrés años. Su habitación ese día se llenó de globos, regalos y tarjetas que decían cosas como:

Ánimo, te echamos de menos.

No te rindas.

Ponte bueno, nos debes una ida a la playa.

Reímos mucho mientras le leía las notas que llevaban las tarjetas.

No hubo una fiesta como tal. Lily preparó el pastel favorito de Bryce y entre todos le cantamos en el comedor. Sólo fuimos Finch, Verónica, Brad, Alex, su familia y yo. Mis padres llegaron después con una tarjeta de felicitación y comida que mamá había preparado desde la casa. Fue el último día que estuvimos todos juntos compartiendo un momento lejos de tanta bruma.

Era el día de San Valentín esa fecha también, así que los cuatro nos subimos al auto de Bryce y emprendimos un viaje bajo el atardecer hacia la playa. Bryce quería ir al mirador una última vez, pero no quedaba en nuestra dirección y en su condición no ibamos a poder subir la colina. Me sentí muy consternada por la situación. No recordaba la última vez que habíamos ido y quería desviarme del camino y llevarlo hasta ahí, pero no se podía. Era una de las tantas cosas que ya Bryce no podía hacer.

Esa tarde nos sentamos en la arena. Bradley, Alex, Bryce y yo. Tomados de la mano permanecimos en silencio mirando el sol esconderse. A mí se me escapó una lágrima y miré al cielo, porque de algún modo quise creer que Dios nos estaba observando. Brad, que tenía a Bryce a su lado, se quebró luego de unos minutos y lo abrazó con fuerza. Sus sollozos no los podía amortiguar el mar ni el viento, eran desgarradores y se sacudía con fuerza mientras Bryce le consolaba.

Alex se levantó y se sentó a mi lado para abrazarme. Nos reconfortamos una a la otra, como siempre habíamos hecho.

Más tarde esa noche, estaba acostada al lado de Bryce en silencio

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Más tarde esa noche, estaba acostada al lado de Bryce en silencio. Él llevaba rato acariciándome el brazo con la yema de sus dedos mientras intentaba respirar bien. Cada vez la falta de aire era más insoportable y normalmente siempre estaba cansado. Los antiinflamatorios eran mucho más frecuentes en ese momento, había perdido más de cinco kilos y su tos no lo dejaba descansar por las noches, pero Bryce seguía fingiendo que todo estaba en orden, como si no pasara nada.

Yo llevaba ya algunas noches rezando por él y leyendo versículos de la biblia y salmos que mi madre había subrayado que parecían importantes. A veces sola o a veces ella la leía conmigo. Uno de ellos decía:

«Pero yo he puesto mi esperanza en el señor; Yo espero en el Dios de mi salvación. ¡Mi Dios me escuchará!»

Fue como una súplica de mí para él. Cada noche desde la misa estaba intentando recuperar mi fe por Bryce, porque no quería creer que era por eso que Dios seguía sin escucharme. No esperaba que lo sanara, no había nada que hacer en contra de una enfermedad mortal y yo era consciente de ello, pero esperaba un milagro. Verlo salir de la cama una última vez o recibir la donación de unos nuevos pulmones. Eso le proporcionaría sólo un par de años más, pero yo me conformaba con ello a no verle de nuevo. Yo no estaba lista para perderlo. Estaba muy asustada.

—¿Tienes miedo? —se me ocurrió preguntar luego de un tiempo. Bryce me apretó con la poca fuerza que le quedaba y suspiró.

—¿De qué exactamente?

—Morir. Miedo a morir.

Sacudió la cabeza. —Llevo aceptando esto desde hace mucho, mucho tiempo, aunque no voy a mentir, no es algo a lo que se está listo —me besó la cabeza—. ¿Tú tienes miedo?

—Estoy aterrada, Bryce.

Y mi tono de voz lo confirmaba. Llevaba noches sin dormir, no comía bien, pasaba llorando y pidiendo a sollozos que Bryce amaneciera sano, pero sabía que eso no iba a pasar. La impotencia era cada día más insoportable.

—Oye…

—Es que no estoy preparada para no verte nunca más —susurré al borde de las lágrimas—. Tengo mucho miedo. De verdad, mucho.

Comencé a temblar contra su cuerpo. Tenía pánico, y era la sensación más espantosa que jamás hubiera sentido.

—Oye, está bien —me dijo, acariciándome el cabello con cariño—. Todo estará bien. ¿Qué pasó con tu fe, Blair?

—Estoy intentándolo.

—Bien —respondió—. Porque es bueno tener algo a lo que aferrarse.

Asentí, pero lo cierto es que me estaba yendo mal con la fe en ese momento. Leer la biblia me estaba ayudando, pero sólo cuando estaba a solas. Cuando regresaba a verlo y lo miraba tendido en la cama con su cuerpo sin color y sin el suficiente aliento para poder hablar con fluidez me hacía retroceder todo el camino que ya había recorrido. Se sentía como una patada en la boca del estómago.

—Todos estos años le guardé un secreto al mundo. Guardé un pedazo de fe —me confesó. Estaba casi sin aliento. Se escuchaba cansado y quise pedirle que guardara fuerzas, pero simplemente siguió hablando—. Nunca fui capaz de creer que la vida me haría sufrir tanto y luego dejarme morir, sin conocer el amor verdadero. Sería muy cruel, ¿Sabes? Y mi madre siempre ha dicho que Dios no es cruel. Que Dios es justo. Y le creí —dijo, pasándome un dedo por el mentón para que lo mirase—. Luego, simplemente, llegaste tú. Y ese pedacito de fe que guardé fue recompensada.

Al oír sus palabras, una lágrima se deslizó de la esquina de uno de mis ojos. Él mismo la limpió casi inmediatamente.

—¿Cómo puedo hacerlo?

—Sólo no culpes a Dios por lo que está pasando. Nadie tiene la culpa, son cosas que pasan.

—Pero es injusto.

—Nada es injusto —me dijo—. Todo pasa por alguna razón.

Dos días después, Bryce regresó al hospital.

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