Lars I: Sobre la piedra blanca

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Hacía mucho tiempo que no sentía este dejo de ansiedad al ver a los guardias llevarse a los prisioneros a La Bóveda. Realmente no sabía qué hacían en ese lugar ni tenía interés en saber, pero cuando crucé la mirada con ese infeliz esclavo me di cuenta de algo: era un mordar como yo.

Sus ojos marrones estaban tristes, enojados y desolados, sus cabellos negros estaban despeinados y sucios, y caían alrededor de una cara afilada y fiera.

Por un instante, tuve el triste presentimiento de que si las cosas fueran un poco distintas, quizás sería yo el que estuviera allá abajo, rodeado de rocas, farcros y vampiros miserables, y guardias duros e inclementes...

No, Lord Morscurus no manda a cualquiera allá abajo. Ellos se ganaron estar allá, así como yo debo seguir demostrando que merezco estar aquí, en los recintos de Aratraz.

En ese momento caminaba por la explanada central, rodeado de piedras blancas pulidas que formaban el suelo y las paredes.

Nuestro Angmar brillaba con intensidad para señalar el mediodía y su luz era reflejada por los barandales de mármol que separaban la zona principal del castillo de las áreas de trabajo de los esclavos.

A mi derecha se alzaba la torre principal de Aratraz, un prisma con ángulos curvos de unos doscientos metros de alto, trescientos de ancho y trescientos más de profundidad. Cuatro grandes puertas admitían decenas de súbditos que entraban y salían como si no tuvieran una sola preocupación en su mente. Ni siquiera hacían gestos cuando uno que otro repentino grito alcanzaba a llegar hasta arriba y perderse en el amplio patio que lo silenciaba e ignoraba.

Seguramente, algunos extranjeros lo encontrarían extraño, tal como yo lo hice hace ya tantos años, pero esto era necesario para la vida de Gargos, para el próspero crecimiento de los farcros y vampiros, y estaba orgulloso del servicio que podía ofrecer a Lord Morscurus, por sencillos o grandiosos que pudieran resultar mis aportes.

A mi izquierda había una fosa que caía varios metros hacia abajo, en cuyo fondo se podía ver una parte de la zona de esclavos, un círculo con pasadizos laberínticos que recorría el interior de una buena parte de la ciudad, incluso más allá del castillo. Una serie de puentes habían sido construidos arriba, y de esa forma, el tráfico y el trabajo no cesaban, no se interrumpían y tampoco se encontraban. Ellos allá, en la tierra y el sudor, pagando el precio de su propia debilidad, y nosotros arriba, encargándonos de que esa faena diera resultados importantes.

A lo largo de todo el castillo había cientos de árboles que daban vida a los jardines donde la piedra blanca permitía que un pasto verde y hermoso se mostrara, embelleciendo el lugar y dándole un aire majestuoso. Seis torres se elevaban imponentes a lo largo de la muralla circular que conformaba los muros exteriores del castillo y daban sombra a una buena parte de los jardines donde había nobles sentados en la hierba riendo y conversando animadamente. Se saludaban entre ellos y a veces volteaban con cierta curiosidad a las fosas que estaban a unos cuantos metros de ellos.

Volví a mirar hacia abajo sin detener mi caminata y apenas alcancé a observar cómo el mordar que había visto antes cruzaba las puertas de La Bóveda, un lugar al que solo los siervos más devotos y cercanos de mi señor podían entrar. Algún día... quizás yo...

—Un capitán no debería mirar con tanta aspiración la vida de los esclavos, querido Lars —dijo una voz familiar a mi espalda, sacándome de mis pensamientos.

Sonreí levemente y sin voltearme, dejé que me alcanzara Daria, mi noble Vastroo.

—Ya me preguntaba dónde estabas, querida Daria, ¿no se supone que un Vastroo nunca debe dejar el lado de su capitán?

—Solo en situaciones de urgencia, am irio —contestó ella con una sonrisa pícara—, así que no tienes que ponerte a cuestionar mi calidad de Vastroo, mira que no estarías aquí si no fuera por mí.

El Halcón y el DragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora