Lars III: La búsqueda

152 21 1
                                    

Estaba bastante enojado conmigo mismo. En solo dos días ya se me habían escapado los atirios dos veces. Ni siquiera Daria parecía capaz de poner excusas esta vez para mi ineptitud, pero su expresión aturdida no había nacido con el escape de Ace, sino en el momento en el que lo vio.

—Increíble trabajo, capitán —dijo con sarcasmo una voz a mi izquierda—. Lo detuviste y dejaste escapar tan rápido que las malas lenguas dirían que todo fue una farsa.

Suspiré cansado y volteé a ver a Yrfa a los ojos. Estaba recostado de una pared, acompañado de dos gigantescos soldados de su escuadrón que lucían serios como estatuas.

—En lugar de payasear, podrías venir a ayudarme. Dejé al atirio bastante herido, dudo mucho que puedan salir de la ciudad hasta mañana, especialmente si valoran su vida —respondí—. En este momento iré a las barracas que están aquí en Lofraus y juntaré a los soldados. Puedes criticarme o puedes cumplir las órdenes de Morscurus; tú decides.

—¡Oh, qué alzado! —exclamó Yrfa separándose de la pared y acercándose hacia mí con un aire arrogante—. Es realmente sorprendente cómo el ego de los mordares se infla cuando les dan un poco de poder. Claro, querido Lars, cuenta conmigo para ayudarte en tu búsqueda. Está claro que me necesitas.

Me soltó una sonrisa y se dirigió a las barracas seguido de sus soldados.

Me quedé por un momento quieto en el lugar mientras Daria me veía algo preocupada. Lo cierto es que las palabras de Yrfa me lastimaron. Sentía que era cierto que había dejado escapar al fugitivo porque era un mordar como yo, y no veía completamente injusto que se criticara mi lealtad.

No había excusa para haberlo dejado ir. Ace estaba lastimado, yo tenía más recursos a mi favor y los atirios que lo salvaron estaban dependiendo de la improvisación. Cualquier vida garguiana que ese Medar terminara a partir de entonces sería culpa mía.

—Sé lo que piensas, Lars —dijo Daria de repente—, y estás equivocado.

—No me consueles, Daria —respondí, pero mi Vastroo se detuvo frente a mí y me miró con gravedad.

—Déjame hablar, ¿de acuerdo? —pidió y continuó—. Si esto es culpa de alguien, es mía, pero antes de que te diga por qué, tienes que estar dispuesto a ponerte en mis zapatos.

—Me sigues poniendo nervioso, ¿ahora me contarás cómo es que conocías a ese sujeto? —pregunté sintiendo un repentino vacío en el estómago.

—Cuando nos metimos a las alcantarillas, el vampiro que seguía no se escapó, lo atrapé, pero poco después encontré una extraña pila de esclavos muertos que parecían haber sido torturados hasta el último segundo de su vida. Sobre ellos estaba uno bastante golpeado, pero todavía vivo, y me sentí tan aterrada y avergonzada por lo que vi, que le dije al vampiro que podía irse con la condición de que salvara a ese hombre.

—¿Qué demonios, Daria? —pregunté susurrando y volteando a mi alrededor—. ¿Estás diciendo que dejaste escapar a los fugitivos por un esclavo moribundo? ¿Estás clara de que si estaba ahí era porque cumplía algún tipo de propósito para elevar nuestra sociedad? No tenías que involucrarte.

—¿No escuchaste cuando dije ‹‹torturados hasta el último segundo de vida››? Lars, tú me conoces y sabes mejor que nadie las cosas que he hecho. Sé que cualquier cantidad de cuerpos que podía estar ahí es menor a la que yo traigo sobre mis hombros; pero lo que vi no era el cuerpo del típico esclavo que ha dado gloria a Gargos: eran los restos de almas aterrorizadas y violentadas. Esa visión me seguirá hasta que muera.

Me quedé callado por un momento sin dar crédito a lo que mis oídos oían y mis ojos veían. Daria estaba pálida y su labio temblaba, dos gestos tan raros en ella que jamás se los había visto.

El Halcón y el DragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora