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Vicious

Ya era hora de enfrentarme cara a cara con Jo.

Debía hacerlo. No porque necesitase pasar página ni ninguna otra tontería psicológica, sino porque tenía que hacer que pagase por lo que había hecho. Había engatusado a mi padre. Había hecho que su hermano matara a mi madre. Y ahora revelaba de nuevo su auténtica y horrible personalidad al despedir a los padres de Emily.

Tenía que poner fin a esto.

Debería haberlo hecho hacía tiempo, pero ahora ya no podía regodearme más en la ira que sentía hacia ella. Debía actuar.

Mi plan no era sofisticado. No era brillante. De hecho, rayaba lo estúpido. Pero, a estas alturas, era el único plan que tenía.

Ojalá Jo no estuviera allí cuando llegase a la ciudad, porque eso haría las cosas mucho más sencillas, pero sabía que lo más probable era que estuviera esperándome.

El vuelo a San Diego pasó rápido. Tenía muchas cosas con las que ponerme al día, ya que había dormido bastante hacía dos días. Por eso había llegado tarde a acompañar a Emily a la salida del metro. Al menos había alcanzado a ver su inconfundible expresión de alivio al aparecer, diez minutos tarde, cuando estaba ya en la puerta de su edificio.

Nuestro chófer privado, Cliff, ya no estaba a mi disposición, puesto que el coche ya no era de mi padre, así que tomé un taxi a All Saints y llamé a Dean de camino. Nuestra relación todavía era fría, pero ser el nuevo accionista mayoritario de CBAS —algo que no gustaba un pelo a Jaime o Trent— había hecho que, para variar, se mostrara amable conmigo. Ya no fingía tener el corazón roto por lo de su exnovia y, si no lo conociera mejor, diría que le estaba encantando vivir en Los Ángeles.

—¿Dónde hay un buen restaurante mexicano en esta ciudad? —murmuró al descolgar el teléfono, y luego bostezó. Eran las siete de la mañana. Por el amor de Dios.

—Ve a Pink Taco. Escucha, necesito un favor.

—¿Otro? —gruñó Dean.

Casi oí cómo levantaba los ojos al cielo al otro lado de la línea, y eso me irritó. Y luego oí el murmullo de una mujer en mi cama que le pedía que bajara la voz.


Y luego el de otra.

Dos. Maldita sea, Dean.

—Suéltalo de una vez —suspiró.

—Iré a tu casa esta noche, a las diez o algo después. Estaremos de fiesta toda la noche. Vas a montar una fiesta descomunal en mi apartamento y tienes que invitar a toda la gente que puedas. Al menos a cincuenta personas.

—¿Y por qué coño voy a montar una fiesta?

secret.Where stories live. Discover now