2. YO

15.4K 1.3K 688
                                    


No he podido olvidar las palabras que mi madre me dijo el día que fui hombre y le hablé de mis sentimientos.

—No quiero que te lastimen, no quiero que te humillen ni que te hagan daño —me dijo—. Prométeme que nunca permitirás que nadie te diga a quién puedes amar.

Recuerdo que se puso a llorar y aquel día no dijo nada más, pero nosotros siempre supimos entendernos a pesar de nuestras reservas, así que comprendí a lo que se refería. Al principio sus palabras me asustaron, ¿por qué los demás iban a querer hacerme daño si yo no les había hecho nada? Cuando me sinceré con mamá esperaba todo menos una advertencia. Tenía quince años y me costaba asimilar la obviedad de sus palabras, la sinceridad de su dolor. Lo fui asimilando con los años y, de la misma forma, honre su petición: no permití que nadie controlara lo que sentía, ni tampoco permití que me avergonzaran por ello; quizá por eso hoy estoy aquí.

Faltan ocho minutos para que sean las seis de la tarde, estamos en la Glorieta de la Minerva, mi hermana me dijo que vendría mucha gente, ahora veo que su concepto de "mucha" es más amplio que el mío. Estoy abrumado por la cantidad de personas que hay a mí alrededor, me duele la cabeza un poco y los cuchicheos, risas e intercambio de palabras solo hace que mi dolor aumente. A veces me pongo a pensar qué estaríamos haciendo Joel y yo en estos momentos si yo no hubiese insistido en ir a ese maldito antro, si hubiese cedido a las sugerencias que días antes propuso Joel y solo hubiésemos ido al cine, ¿habría cambiado algo? ¿Joel ahora estaría frente a mí y me regalaría una de sus sonrisas genuinas que curvaban sus labios cuando era el centro de atención? Joel había dicho que deseaba celebrar su mayoría de edad en la playa. Si yo no hubiese sido tan poco precavido como para bailar con mi novio de la mano, ¿ahora mismo estaríamos en Puerto Vallarta viendo como el mar se tragaba al sol? ¿Hablaríamos de lo nerviosos que nos sentíamos por el examen de ingreso a la universidad o de qué hablaríamos? ¿Mamá y papá habrían cumplido su promesa de dejarnos viajar solos a Vallarta? Malditos ahora, malditos hubieses.

Joel no está en la playa celebrando su cumpleaños dieciocho, está en la cama de un hospital «dormido», me gusta el término dormido porque con esas siete letras viene un consiguiente esperanzador: «despertar». Es como si la vida estuviese en pausa, como si nos tomásemos un respiro para luego volver a continuar. Yo no estoy a su lado como en los últimos nueve cumpleaños que pasamos juntos, hoy lo celebraré de una forma distinta, no habrá sonrisas, abrazos, besos ni canciones bochornosas, pero si el mismo fervor, la misma pasión, el mismo amor y la gran amistad que hay entre nosotros, que nos unió, nos une, nos unirá, siempre. Estoy aquí por él y necesito aferrarme a esos sentimientos para poder dignificarlo, para tener la fuerza suficiente para clamar justicia por él. Él sería el primero en estar aquí, el primero en gritar y luchar y exigir; se lo debo «amigo mío, te debo tanto».

—Darío, estamos por comenzar —me dice mamá y me toma del hombro.

Yo asiento y me pongo a su lado; veo como una camioneta Sienna, de esa grandes, cerradas y familiares, se detiene a unos metros de la glorieta; el conductor aguarda adentro, pero del otro extremo, baja una mujer aún con el cabello empapado por la ducha que, seguro, acaba de darse y, en cuanto baja, puedo observar ese algo que por más que intente no puede ocultar: la mirada pérdida y dócil que delata su estado de ánimo, es Marina. Por supuesto que ella estaría aquí, por supuesto que no faltaría, por supuesto que sería la primera en luchar. Mamá le dijo que si no sentía preparada no viniera, lo dijo solo por decirlo, mamá también sabía que ella estaría aquí.

El estómago se me constriñe cuando mis ojos se encuentran con los suyos y, para mi sorpresa, me dedica una sonrisa tímida. Yo no soy tan fuerte como ella, yo no soy ese valiente que la gente cree, mis revoluciones tienen límites, mi entereza es de papel. Así que yo no sonrió, por el contrario, agacho la mirada, abatido. Mamá y papá aprietan mis hombros con fuerza, uno de cada lado, recordándome que están aquí, protegiéndome. Vuelvo a alzar mi mirada y veo que Marina lleva consigo una enorme foto de Joel, es una foto reciente, la recuerdo bien: él y yo fuimos a tomárnoslas juntos, era un requisito para la preinscripción a la universidad. En la fotografía puede verse a un Joel entre serio y sonriente, con la camisa blanca bien abotonada y el cuello acomodado con pulcritud, los mechones de su cabello castaño no caen por su frente como de costumbre, tuvo que utilizar gel para mantenerlos quietos hacia atrás, los braquets platinados se entre asoman por la línea de su boca; cuando me encuentro con sus ojos, no puedo resistirlo y tengo que volver a agachar la mirada. Admiro el valor que Marina tuvo para ampliar la fotografía de su hijo.

Tú, yo, anarquíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora