Capítulo 10

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—Si una guerra es lo que quieres, una guerra tendrás —esas fueron las últimas palabras que escuché de mí hermana antes de huir de esa habitación.

Caminaba tan rápido como podía. Había asistido solo, ni un guardia, ni un escolta de respaldo, nadie. Había ignorado cada una de las precauciones que Inna había dicho que sería mejor tomar. Descalzo, trote por los pasillos, esquivando a cada alma que sentía vibrar cerca mío.

No iba a ceder el Pacífico como Dalai con el Ártico, tampoco era algo que iba a gritarle en la cara y arriesgarme a terminar siendo comida de tiburón. No, gracias, valoraba mi vida pacífica en mis aguas, con mis joyas, y brillo, y sirenas, y alcohol. Mucho alcohol. Me gustaba hundir barcos solo para ver qué tesoros brillantes encontraría en su interior y ver a los humanos gritar tratando de salvarse de ahogarse. Era tan divertido pero no era el momento adecuado para pensar en pequeños y tontos humanos tragando agua hasta llenar sus pulmones, convulsionar y morir.

Soy demasiado joven para morir aún. No he tenido hijos, no he encontrado ese amor que los humanos idolatran tanto y que yo también deseo experimentar. Tonto, tonto, Kenn. Sigo corriendo hasta al menos llegar a la costa. De ahí, nadaría como un loco hasta el portal más cercano para huir de lo que estaba seguro, era una condena de muerte.

Sino era poco todo el desastre que se desató en ese salón, cuando Dylan nos dijo que cedieramos o nos mataría. Bueno, a nuestra gente, aunque es lo mismo. Sin un reino que nos siga como fieles cardúmenes no éramos nada. Tenía un sabor jodidamente amargo en la boca, era asqueroso y no se iba por ninguna razón.

Estaba comenzando a sentirme asfixiado, ¿Era tanto pedir una familia normal?, ¿Hermanos unidos que te amasen y cuidarán?, ¿Por qué no puedo tener una familia decente? El grado mínimo de decencia, con eso estaba más que conforme. En su lugar, tenía una familia rota, llena de rencor y grietas, no había lazos, pocas charlas, aunque en el fondo se que hay un cariño por el otro, no era el amor leal y puro que tanto deseaba.

Varias veces había discutido este tema con nuestro padre, a solas. Él solía aparecer varias veces por mi castillo, controlando que no me fuera a desviar o a salir de su control como el resto. Solía rogarle y cuestionarlo por cómo es que nos había forjado pero él siempre se quedaba en silencio. No decía nada. En su lugar, sacaba una mano de su bolsillo de arena y me entregaba una concha, con la más bella perla en su interior. De esa forma conseguía que dejara el tema, distraído por su brillo.

Controlando el deseo en mi pecho de querer más. Más. Más. Más. Nunca fue suficiente. Nunca nada brillaba lo suficiente, por suficiente tiempo.

Atravesé el último umbral y el largo camino de cristal que llevaba a la costa me recibió. Apresure el paso, tratando de controlar las ganas de enterarme en esa arena que brillaba tanto.

Más.

La necesitaba.

A lo lejos, ya a mitad de camino, con el agua llegando a su pecho, Klaus, el general con el que había vivido varios encuentros, cargaba al mestizo en brazos, hundiéndose lo más rápido posible, desapareciendo.

Lo llamé, varias veces, rogando que me escuchará y me esperara. Quería irme con él. Necesitaba a alguien.

A veces deseaba ser tan despiadado como Dylan, tan fuerte como alguna vez lo fue Dalai, tan inteligente como era Inna. Pero no era eso, era el más débil de los cuatro, por eso cuando una lanza atravesó mi muslo caí de rodillas en la arena.

—Mierda —puse una mano en la herida, viendo la sangre escurrir. Apreté con fuerza los dientes, mi cabello cayó hacia adelante creando una cortina con el mundo.

Era demasiada la sangre que salía y era demasiado el dolor que sentía. Me dejé caer, sentándome en la arena. Tomé el mango de la lanza y con todas mis fuerzas traté de sacarla.

Ahogué un grito, mordiendo mis labios, clavando mis colmillos en mi propia carne para encerrar el dolor. Apenas estaba logrando sacar la maldita lanza, cuando sentí como un rayo de dolor me hizo gritar hasta que mi garganta ardió. Otra lanza más se incrustó en mi hombro, clavándome en la arena. Inmovilizado. Quedé parcialmente acostado sobre la costa. Aún podía escuchar el sonido de las olas rompiendo contra la arena. Las aves soltando sus chillidos, alborotados por los disturbios que se estaban creando. Ventanas se rompían. Espadas chocaban. Gritos. No lo había logrado percibir antes pero ahora, que me sentía vulnerable, que sentía mi cuerpo adormecerse y mis poderes apagarse fue que tomé conciencia de mi alrededor. De mi entorno que siempre di por sentado.

Todo era tan hermoso a pesar del caos. Todo brillaba tanto.

—Al fin —una voz femenina atrajo mi visión. La mujer de Dylan se acercaba a mí, con pasos torpes y la melena desordenada—. Al fin la avaricia la muerte conocerá.

En sus manos, una lanza con un filo mortal en su punta que resplandecía a los rayos del sol del mediodía.

Si estuviera en casa, en el Pacífico, un buen pescado estaría almorzando, con vino y buena compañía.

No estaba en casa, en su lugar, me encontraba inmóvil viendo a mi verdugo sonreír como una niña que acababa de recibir el mejor de los regalos.

—Al fin la guerra ha comenzado. Al fin mi esposo reinará lo que por derecho es suyo.

Me reí, como pude me reí. Fue un ruido maniático y todo lo que pude vocalizar. Las palabras morían en mi lengua, mis labios se separaban pero nada más que esa risa lograba salir. Me burlé. A mi manera me burlé de la demencia de la mujer.

Bruja desgraciada. Si fueses tan poderosa como crees ser no hubieras caído en usar trucos tan bajos.

Me burlé, usando las últimas piezas de mi poder para proyectar en su mente.

—Si fueses tan poderoso como alardeas ser, esto no te hubiera afectado.

Trampas, los de tu clase se esconden tras ellas, como no volverme en un pobre y vulnerable príncipe ante el poder de mí hermano. Me reí nuevamente y la escuché gruñir. ¿Acaso Dylan sabe que usas su sangre de esta manera?

No respondió y sonreí dejando caer la cabeza en la arena.

Seré el más joven, jamás el estupido. Así que bruja. Mátame de una vez.

Musite dejando ir lo último de mi magia, aceptando mi destino.

—Eso haré —susurro y levantó la lanza, a punto de incrustarse en mi cráneo.

Concentré mi vista en el cielo. Las nubes se movían lentamente, las aves volaban en círculos, presagiando mi condena, el sol brillaba tanto que deseaba extender mis dedos para tocarlo y luego robarlo para mí colección.

Las estrellas, casi invisibles me sonreían, alineadas a la perfección. Solo un adorador del brillo sería capaz de captar su esencia con el sol en lo más alto. Pero eso era yo. Un adorador avaricioso que lo deseaba todo para sí mismo.

Estaba a punto de soltar la lanza para atacarme cuando un grito la detuvo. Fue una orden. Una tragedia.

—Detente —exclamó Dylan, robándole la lanza de las manos, el rostro roto por la furia. No me miró, y lo agradecí—. ¿Qué crees que haces?

Era bajo, no como el grito que había soltado con anterioridad.

—Mi amor —comenzó la mujer, pasando sus manos por su cuerpo, dejándolas descansar sobre su corazón—. Te estoy ayudando.

—¿Acaso esto es algo que te he ordenado?

—No, pero...

—Mejor cállate, o volveré a encerrarte en las fosas —luego miró en mi dirección—. Llevenlo a los calabozos. Tengo un nuevo juguete con el que jugar.

Cerré los ojos, recibiendo la oscuridad de la inconsistencia total. 

Hijos del marWhere stories live. Discover now