Capítulo 16

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La conquista del Atlántico le tomó tres semanas completar. La población se resistió, aún negándose a aceptar la decapitación de su gobernante legítimo y rechazando al usurpador tanto como pudieron.

Con el ejército enemigo siendo feroz y cruel, los ánimos de resistencia decayeron, lentamente comenzando a ceder al poder de quién se hacía llamar el Rey del Océano y su magia que el trono les transmitía.

Muchos que seguían siendo leales a Inna huyeron del Atlántico, incapaces de serle infiel a su difunta princesa y su descendencia desaparecida.

Dylan disfruto esos días en el palacio de su hermana. Adaptándose al poder de tal inmenso océano tenía para ofrecer. A cada lado del trono, dos lanzas manchadas con la sangre de la batalla lo acompañaban, en su punta, las cabezas de sus hermanos sin vida se mostraban de forma gloriosa. Era un desafío a su padre que había comenzado a mostrar su ira a través de grandes huracanes y tormentas furiosas, sin poder intervenir físicamente en la guerra que su hijo había comenzado.

En el norte, las noticias aún no habían llegado, eclipsadas por los revuelos del propio pueblo ante la hambruna que estaban pasando y el proceso que Dalai estaba haciendo seguir para el cambio de gobernante. Había dicho que cedería el Ártico evitando una confrontación por el bien de su gente y eso es lo que haría.

Lo que realmente le importaba al mayor era que el mestizo estuviera a salvo del derramamiento de sangre en caso de que algo mal saliera. Con él, se había marchado Klaus. Ambos habían sido relegados a las profundidades de los glaciares, donde ningún extranjero y solo un pura sangre podría ir. Estarían a salvo esperando que la tormenta pasase.

—Cuando todo pase y las aguas se calmen —dejó caer la palma sobre la mejilla del niño y por primera vez le dio una sonrisa sincera—, iré por ti, mestizo.

—Una vez eso pase, ¿Me darás un nombre? —preguntó con un brillo especial en sus iris, la emoción en su voz ante la ilusión de recibir tal honor.

—Sí eso quieres, te daré un nombre. —cedió despidiéndose, dejando ir una parte de su corazón muerto con el niño que había comenzado a apreciar como suyo. Asintió a su mano derecha que esperaba a la distancia, dándole a entender que ya era momento.

El niño sonrió y sin pronunciar sonido, tomó la mano de Klaus, listo para emprender la travesía de su viaje.

Los días pasaron en los que las noticias atravesaron por fin sus fronteras. La primera en llegar fue la de Kenn. Cómo su muerte había sido la imitación del macabro juego de las orcas con sus presas. Los rumores de cómo había sido aprisionado y torturado durante un largo tiempo. Su cuerpo, que había sido cortado lentamente con una navaja caliente, atravesaba su carne con facilidad y que luego sería alimento de bestias. Para luego darle una tonta ilusión de esperanza para matarlo sobre las costas donde su padre sería el primero en saber de su pérdida.

Las manos del Príncipe de Hielo temblaron, incapaz de soportar el nuevo dolor que su pecho sufría. Un dolor tan rudo que le cortaba el aire y el agua se convertía en hielo, obligando a sus consejeros a dar paso atrás.

Peor fue lo que sucedió cuando el atroz incidente en el palacio de Inna llegó a sus oídos. Tal fue su rabia que una ola helada fuera de control destruyó a un porcentaje de su pueblo esa misma mañana.

La joven mujer temblaba bajo su mirada fría mientras contaba con temor lo sucedido. Cómo es que Dylan había usado los poderes de su propia hermana en su contra, matándola de forma violenta, estirando su cuerpo hasta romper cada tira de músculos y quebrar sus huesos en distintas direcciones hasta destrozarla. El cómo decapitó su cabeza una vez la muerte había inundado sus iris y usado de adorno, dejando el cadáver a sus soldados para que hiciesen lo que quisiese con ella.

Esa fue la gota que colmó su paciencia. Ese detalle, esa falta de respeto al cuerpo de su hermana fue lo que lo terminó de destruir. Con una rabia incontenible, el guerrero invencible que alguna vez fue en su juventud y que murió con su esposa resurgió de las cenizas.

—Saquen a todo aquel que viva sobre las fronteras y evacuen a las tierras heladas del interior —ordenó tratando de calmar la cólera que recorría su espina dorsal y subía en un fuego ardiente.

Él era responsable de aquello. De las pérdidas de sus hermanos menores. Todo era su culpa. Suya y de su misericordia. Ilusamente esperaba haber logrado mover algo dentro de Dylan.

Se acercó a uno de los ventanales y sus ojos azules centelleaban demostrando lo volátiles que eran sus emociones mientras su cuerpo trataba de transmitir una quietud que no tenía. Con la vista clavada en el horizonte y los susurros de la luna, una pared de hielo impenetrable comenzó a crearse en sus fronteras, impidiendo el ingreso de cualquier enemigo que se atreviera a cruzar esos páramos desérticos. Dalai desconocía que su maldición se fortalecía en su pecho, que se volvía cada vez más grueso como la pared que creaba, era una advertencia silenciosa de su futuro porque el día de la reunión, algo en la maldición cambió.

La marca del orgullo de su alma se transformó en la de la misericordia, sentenciando su destino.

Sin saber, Dalai dejó caer sus manos en el borde del gran ventanal, planeando sus próximos movimientos. Lo esperaría con paciencia, cocinando su dolor en un fuego lento que lo consumía lentamente por dentro.

Cargaba con tantas muertes sobre sus hombros que Dalai no soportaba más el seguir vivo. Su esposa e hijo, muertos por su orgullo. Sus hermanos, Inna y Kenn, murieron por su fallido intento de ayudar a quién no quería ayuda. Él mayor de los hermanos estaba harto de vivir con semejante carga y en su mente solo había una forma de dar por finalizado aquello, para así al fin rendirse y llegar al descanso.

Tenía que matar a Dylan con sus propias manos. 

Hijos del marWhere stories live. Discover now