Capítulo 17

24 9 6
                                    

La tienda de campaña era el resguardo de las aguas heladas que su ejército necesitaba y en la que él estaba comenzando a perder la paciencia.

—Repite nuevamente lo que me acabas de decir —ordenó con rabia Dylan, mirando fijamente al lacayo mestizo que retorcía de manera nerviosa sus dedos ante el imponente gobernante.

—No podemos cruzar las fronteras —dijo tragando saliva de forma ruidosa y los ojos del rey se encogieron en su dirección.

—¿Por qué?

—Hay mucho hielo.

—Dime —trato de mantener la calma, recostandose el porqué aún no podía dárselo de comer a sus tiburones—, ¿Desde cuándo un maldito trozo de hielo es suficiente para hacer estremecer a mis tropas?

—No es hielo normal, su majestad. Cada vez que alguien se acerca es como si cobrará vida y una flecha se clava en el corazón de la víctima.

Dejó caer la palma de sus manos sobre la extensa mesa donde varios planos del suelo submarino ártico se extendían, con sus puntos débiles y fuertes marcados con caracoles. Los repasó nuevamente con la mirada, sintiéndose frustrado.

—¿No hay forma de romperlo?

—Han tratado de enviar a las bestias pero estás terminan muertas con un trozo de hielo atravesando su garganta.

Dejó escapar una risa seca y se restregó la mano por el cuello.

—Que inteligente eres, hermano mayor —miro al lacayo y una sonrisa cruel dejó a la vista lo filoso de sus colmillos—. Tendré que ir a ver la obra maestra que me ha preparado con mis propios ojos.

—Es peligroso, su majestad.

—Por eso tú vendrás conmigo —palmeo con sus garras la mejilla del hombre regordete—. ¿O acaso pensaste que te dejaría ir tan fácil?

—No entiendo, señor —tartamudeó y Dylan lo tomó de la nuca, comenzando a llevarlo delante suyo, clavando el filo de las garras en su sudorosa piel.

—Tu eres el afortunado lacayo que me mostrará lo que ese hielo le hace a quién se acerca demasiado —ronroneo con malicia en su oído y el hombre imploro clemencia a los dioses.

Atravesaron el campamento con la mirada de los soldados fijas en su líder. Algunos se unieron a su caminata, entusiastas por ver lo que su soberana tenía planeado hacer.

Con paso tranquilo, dejaron atrás la seguridad del corazón de su ejército, comenzando a acercarse a los límites de las tiendas, donde alguna que otra bestias encadenada se relamía los dientes al notar su presencia.

Dylan iba con una calma rara en él. En voz baja, tarareaba una melodía que alguna vez su hermana había cantado a sus hijas y eso le hizo regocijarse de su muerte con mayor emoción. Su bruja se había comunicado con él desde el Índico hacía unos días, contándole cómo es que había acabado con esas inocentes vidas. Le había encantado oír esa alegría en su voz mientras le daba todos los detalles de cómo habían gritado, suplicando por una ayuda que jamás llegó.

Le gustaría tenerla a su lado en ese momento pero ambos habían estado planeando esto por años y ella le había dicho que dejar atrás las cálidas aguas en las que se habían conocido por mucho tiempo le causaba mucho dolor. Le había susurrado que solo podría conocer la inmensidad del mar sin temer por las consecuencias de abandonar el Índico cuando él gobernase todos los océanos y la liberase.

Cosa que jamás haría, aunque había prometido que si. Era una bruja poderosa pero ingenua, ¿En serio pensaba que la dejaría ir? ¿Cuándo podría tenerla atada a su lado como suya? Esa libertad que había prometido jamás se la daría.

Dylan se creía una mente ingeniosa, sin saber que la bruja conocía de sus intenciones y por eso había robado su corazón.

Con el corazón de un Ocean en su poder, el pobre tonto solo estaba a su merced. Sin saberlo, aquél hombre que se hacía llamar a sí mismo como el Rey del Océano, era una marioneta más en un juego que jamás ganaría. Pobre ingenuo.

Ante sus ojos, una inmensa muralla de hielo comenzó a crecer. Tan alta que sobresalía en la superficie llamando la atención de los buques pesqueros que se aventuraban por esas aguas, ignorantes de la guerra que se llevaba a cabo bajo el agua.

Dylan chasqueó la lengua de forma despectiva, admirando lo que Dalai había creado.

—Si no tuviera que matarte, hermano, te pediría consejos sobre estrategia —masculló con cierto tono de lástima, empujó al lacayo hacia adelante —. Ve, quiero ver cómo reacciona ese pedazo de hielo. Si logras vivir te daré un premio.

Con una última mirada suplicante que Dylan ignoró, el lacayo comenzó a caminar, encorvandose con temor sobre su cuerpo. Daba pasos cortos, tratando de retrasar lo por venir.

Cada vez estaba más y más cerca del muro de hielo, cruzando la línea invisible donde otros ya habían muerto. Al ver qué nada le pasaba, el hombre comenzó a relajarse sin darse cuenta que el hielo, con conciencia propia, era lo que deseaba. Cuando un suspiro de alivio soltó, una flecha de hielo se incrustó en su corazón.

El cuerpo cayó en un ruido sordo al suelo y Dylan resopló.

—Solo una cosa tenía que hacer y ni siquiera supo hacerla bien —se quejó en voz alta y varios soldados rieron por lo bajo.

Cruzado de brazos, comenzó a dar la vuelta, listo para volver a su tienda y tratar de descubrir la forma de cruzar sin aniquilar su ejército cuando una voz por las corrientes le llegó.

—Si te acercas lo suficiente, cruzarás. Una grieta para ti se creará y de una vez por toda esta masacre que diseñaste se acabará.

La voz gruesa de Dalai le llegó y tensó sus músculos, miró sobre su hombro el muro y dudó. Por primera vez en su vida, Dylan dudaba sobre qué hacer.

—Ven ante mí, hermano. Acepta el precio que has de pagar por la muerte de mi familia.

Creyendo que hacía el reclamo por sus hermanos caídos, Dylan volvió a enfrentarse al muro helado. Con firmeza y la cabeza alzada, una nueva lanza fue formándose en su mano, lista para ser lanzada y usada en contra del último de su línea.

Dejándose guiar por la imprudencia, la distancia fue acortando hasta que el muro se rompió en una grieta lo suficientemente grande para que pudiera cruzar.

Acabaría con esto de una vez por todas.

Mataría a Dalai ahora mismo.

Hijos del marWhere stories live. Discover now