Capítulo 3: ¿Café amargo o dulce?

8.3K 724 141
                                    

Él parece reconocerme y suelta una carcajada de felicidad, me abraza y me levanta por los aires. Por poco no vomito sobre su hombro.

—¡Maru! —exclama. De repente me baja y su sonrisa se borra. Yo no puedo dejar de observarlo, esa piel morena que tanto me gustaba acariciar se ve tan suave, como siempre—. Tenemos que hablar.

—No hay nada de qué hablar, solo vine por trabajo y ya está —contesto dando un paso atrás. Su mirada es demasiado profunda y me desestabiliza.

—Por supuesto que tenemos cosas de qué hablar. ¿Vamos a tomar un café?

Miro mi celular y suspiro al ver la hora, apenas van a ser las ocho de la noche. Creo que no tengo opción, así que termino asintiendo con la cabeza. Comienza a caminar y lo sigo. El barrio por el que caminaba tomada de la mano con él años atrás cambió demasiado, se hizo una zona céntrica y hay locales de comida por todos lados. Antes teníamos que caminar muchísimo para poder llegar a una cafetería, y ahora está a la vuelta de la esquina.

Entramos al lugar y un muchacho con una linda sonrisa se acerca a nosotros.

—Hola, Andrés —lo saluda mi ex. El interpelado también saluda—. Dos café con leche, por favor.

—No, yo quiero un café espresso, doble, con un tostado de jamón y queso —digo. Abel arquea las cejas y el tal Andrés asiente y lo anota.

—¿Algo más? —interroga. Ambos negamos—. Bueno, al toque roque se los traigo.

El muchacho se va y me río divertida. Me cae bien y me parece haberlo visto en algún lado.

—¿Cambiaste tus gustos? —me pregunta mi acompañante—. Antes no tolerabas el café solo.

—Bueno, el café con leche no me mantenía despierta toda la noche, así que tuve que acostumbrarme a tomarlo solo —comento—. Cuando escribo y estoy inspirada, aprovecho hasta las madrugadas.

—Entiendo.

Esboza una sonrisa y se produce un silencio algo incómodo. Suspira con pesadez mientras juega con una madera que tiene servilletas dentro y yo me entretengo viendo el juego de miradas coquetas que se dedican el empleado y la chica que debe ser la dueña. Hacen linda pareja.

—Seguís siendo muy observadora —expresa él, sacándome de mi ensoñación. Hago un sonido afirmativo.

—Sí, puedo sacar inspiración de cualquier lado. —Resoplo y lo miro. Sus rulos están cortos y parecen esponja de alambre—. Me gustaba más cuando tenías el pelo como David Bisbal —agrego. Él se ríe.

—A mí también, pero a Roxana no le gusta.

¡Alerta roja! ¿Quién es Roxana? Miro sus manos, no tiene anillo, entonces casado no está. Me aclaro la voz y me remuevo incómoda en el asiento. ¿Cuándo me traen el café? Lo necesito ya.

—¿Roxana? —repito haciéndome la desinteresada.

—Mi prometida —contesta mirando hacia abajo. Me atraganto con la saliva y respiro hondo para calmarme—. Estamos juntos hace tres años y... bueno, nos casamos la semana que viene.

—La... ¿la semana que viene? —Debo parecer sorda por estar repitiendo todo lo que me dice—. ¡Felicidades! —agrego con la voz ahogada. Se sonroja.

—Gracias. —Rasca su nuca en un gesto de nerviosismo—. Podés venir si querés, si es que todavía estás acá, ¿no?

—Claro. —Trato de sonreír pero creo que mis labios tiemblan.

¿Por qué me afecta tanto? ¡Él me engañó! Nos quedamos en silencio hasta que nos traen nuestro pedido. Habrán sido tres minutos, pero para mí fue eterno. Andrés deja una caja con sobres de azúcar y edulcorante y nos desea un buen provecho antes de volver a desaparecer.

Ataco el tostado de jamón y queso. Muero de hambre y prefiero tener la boca llena para no hablar.

—¿Lo tomás amargo o dulce? —me pregunta. Arqueo las cejas al no entenderlo y señala mi taza—. El café.

—Ah... dulce —replico con la boca llena—. No, mejor amargo.

Amargo como mi vida en este momento.

—Y vos... ¿tenés novio o estás casada? —quiere saber abriendo un sobrecito de azúcar. Le doy un trago a mi bebida y me doy cuenta de que está muy amargo, así que le pongo algo de edulcorante. Niego con la cabeza.

—No, estoy sola, ni siquiera tengo un gato porque no me dejan tener mascotas en mi departamento.

—Ah, qué triste. Con Roxi adoptamos un perrito labrador, todavía es un bebé, pero...

Dejo de escucharlo y le meto más dulce a la taza. Necesito dejar de sentir este sabor horrible en mi boca. Frunce el ceño al ver que ya abrí el quinto sobre de endulzante.

—¿No que lo tomabas amargo? —interroga con una media sonrisa. Chasqueo la lengua.

—Lo que pasa es que este edulcorante es muy trucho, no endulza nada y el café está muy fuerte —miento. Vuelvo a darle otro sorbo y sigo sintiéndolo asqueroso, así que esta vez le pongo azúcar. Él me mira con una mueca entre divertida y preocupada.

—Te va a empachar —dice. Ruedo los ojos.

—De verdad, está demasiado amargo, a veces prefiero tomarlo dulce... ¿Y ahora de qué trabajás? —cuestiono, recordando comer mi tostada.

—Soy operario en una fábrica metalúrgica —contesta—. Eso de ser artista no salió muy bien.

—¿Ya no dibujás más?

—Nop, de hecho, lo último que dibujé fue... tu cuerpo desnudo.

Trago saliva y me sonrojo al recordar la noche que hizo eso. La verdad, fue la última vez que me sentí amada y con autoestima, al otro día lo descubrí engañándome.

Le pongo los últimos tres sobres de azúcar al café y me mira como si estuviera loca. Entonces, agarra mi taza y le da un sorbo, el cual escupe enseguida.

—¡Maru, esto está un asco! Te pasaste demasiado con lo dulce —opina tomando su café con leche. Yo lo imito y juro que sigo sintiendo el sabor amargo.

—Debo estar enferma —digo al final con un suspiro—. No tengo gusto.

—¿Por qué me dejaste? —pregunta de repente. Hago una mueca de sorpresa y luego juego con mi pelo, el cual tiene las puntas resecas. Ya va siendo hora de que me lo corte—. Marisa, necesito saberlo.

—¿No te lo dijo Patricio? —inquiero con tono irónico.

—Sí, pero quiero saber porqué me dejaste, es que ni siquiera respondiste mis llamadas y eso fue lo que más me molestó. Ni siquiera me dejaste dar una explicación.

—Me engañaste —murmuro. Él bufa.

—No era yo, Maru. Te amaba como un loco, ¿cómo iba a engañarte? —replica en un susurro.

Se me forma un nudo en la garganta y me encojo de hombros.

—Abel, ya pasaron nueve años y estás por casarte. Mejor dejemos todo como está, ya somos grandes, ¿no? Y ahora estamos hablando como adultos civilizados. Voy a estar dos semanas en esta ciudad, nada va a cambiar. Yo voy a hacer mi trabajo y voy a volver a Santa Fe y todos felices.

—Pero ahora que volviste solo me refrescaste lo hermosa que eras, que estás, y lo mucho que te amaba —expresa—. ¿Cómo voy a hacer para volver a olvidarte?

Cruzo una mirada con él y suspiro mientras le doy otro trago a mi bebida. Y ahora, como si fuera un milagro, ya le siento el sabor dulce. 

La boda de mi exDonde viven las historias. Descúbrelo ahora