CAPÍTULO UNO - SIN MIRAR ATRÁS

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Tardó unos quince minutos entre la estación del metro Aberdeen y su casa, ubicada en la zona más residencial de Vancouver. Las estrellas rutilaban en el firmamento, amparando la soledad de sus pasos y el resplandor de las farolas antiguas a un lado de la calle, un paisaje que a Sophia le encantaba, que le gustaba recorrer a diario y en silencio, únicamente acompañada por sus propios pensamientos. Era su rutina secreta, día a día, al salir de la oficina de contaduría publica donde trabajaba.

Siempre que hacía aquella caminata, tomando el metro de las ocho cuarenta y cinco a propósito, se detenía en el mismo nogal enorme, situado en la esquina del parque Brownhill, y acariciaba su tronco rugoso y áspero. Nadie la veía, a esa hora de la noche no había casi gente por las calles y, además, su enorme gabardina negra estilo tapado le cubría las manos regordetas y blancas. Le gustaba acariciar aquel árbol porque siempre había sido el más maltratado de todos en aquel lugar, al igual que ella misma. Los enamorados estúpidos consideraban que su amor sería tan fuerte como aquel centenario árbol si grababan en la corteza y a punta de navaja las iniciales de sus nombres, por lo que el viejo nogal parecía ya un mosaico de letras y corazones dispares. Estaba herido, no había elegido esa vida para él, exactamente como a ella le sucedía. Y aquel sentimiento de empatía hacía que noche tras noche se detuviera a su lado y extendiera una de sus manos, para acariciar los surcos e imperfecciones de su tronco.

Cuando veinte minutos después llegó a su departamento en Sugary Pale, Sophia empujó la pequeña verja de madera pintada de blanco —por ella misma, el verano anterior—, caminó hacia la puerta y metiendo la llave en la cerradura, abrió y cerró tras de sí en cuanto la oscuridad del living la invadió. Encendió las luces, dejó el maletín de trabajo encima del pequeño silloncito que había en un rincón, y mientras se quitaba la chaqueta larga, no pudo evitar dar un suspiro. Era una decisión que había tomado unos cuantos meses atrás, pero que había tardado mucho más tiempo en hornearse dentro de su cabeza. ¿Cuánto tiempo lo había pensado? ¿Un año? ¿Tal vez dos? Se dijo. Al principio le sonaba a pura locura, pero con el correr de los meses, aquella locura fue tomando tintes de razón cada vez más fuertes, a medida que lo meditaba. Si triunfaba, pasaría a la historia como la primera mujer en alcanzar la cima oeste del monte Assiniboine sin tener ninguna noción de alpinismo ni preparación física adecuada, y si fallaba, moriría irremediablemente. En cualquier caso, estaría conforme con ambos resultados.

Caminó hacia la cocina para preparase la cena, y a mitad de camino se detuvo en seco, cambiando de idea. Entonces se giró hacia el teléfono colgado en la pared de la sala, y marcó el número de su pizzería favorita. De todas maneras, sería el último día que podría comer una pizza familiar con mucho pepperoni y ajo, como a ella le gustaba, y debería aprovecharlo como tal. Luego de ello, partiría en la mañana siguiente a su aventura final. De todas maneras, esa noche ya había renunciado en su oficina, así que no tendría otra cosa mejor que hacer. Se había plantado frente al escritorio del señor Mc'Insley y le había dicho muchas cosas: le recordó con lujos de detalles cada una de las veces que la menospreció por ser mujer, cada vez que hizo bromas acerca de su culo gordo creyendo que no lo estaba escuchando, y cada vez que miró furtivamente más allá de su escote en las reuniones de ejecutivos. Luego de eso, le gritó que solamente era un británico hijo de puta, explotador y abusivo con sus empleados y, por último, la renuncia. Y vaya si se había sentido bien con aquello.

Mientras esperaba la pizza, se dirigió hacia la pequeña pieza al fondo de la casa, que había empezado a utilizar como desván desde hace unos cuantos años. Presionó el interruptor de la luz en la pared, la bombilla de 25 Watts se encendió, parpadeando un par de veces, y con una sonrisa observó el equipo de alpinismo que días atrás compró con todos sus ahorros. Eran los ahorros de diez años de trabajo, y estaban destinados para su primer coche, pero eso ya no importaba. Allí había de todo: mochila, dos piolet, al menos cincuenta metros de cuerda simple, arneses, tornillos para hielo, ganchos de rapel, casco con luz, crampones, botas térmicas, kit para rescate en nieve, altímetro, brújula, manta de supervivencia, dos pares de calcetines térmicos, pantalón cortaviento, chaqueta doble anti nieve, dos pares de guantes térmicos, botiquín de primeros auxilios, barritas energizantes y comida al vacío para el ascenso, dos cantimploras, radio de onda corta para pedir auxilio, y una navaja.

Mientras miraba todo el equipo, bien distribuido y acomodado en un rincón, no cesaba de sonreír, sintiéndose extraña y distante, como si estuviera sufriendo una leve disociación de la realidad. Sabía lo que aquello significaba, dejaría atrás toda la vida que conocía para internarse en una aventura en la que tenía más probabilidad de salir muerta que viva. No les avisaría a sus padres, tampoco a sus únicos dos amigos, Joel y Emily. Con el tiempo, suponía que la darían por desaparecida y así se terminaría todo. Tal vez alguno de ellos podría entenderla, como siempre, cuando ocurre una tragedia y los más allegados se ponen a hacer teorías y suposiciones de porqué la víctima hizo tal o cual cosa. Algunos dirían —seguramente Joel, el más analítico de los dos—: "Es que Sophia era una chica muy conflictuada consigo misma, nunca estaba conforme, nunca se sentía feliz. Y la terapia no la ayudaba en lo absoluto." Y luego Emily —la más emocional— refutaría diciendo: "Ella era una buena chica, tan solo buscaba sentirse bien con su cuerpo y consigo misma. En un mundo donde no eres el estereotipo de nadie, donde los abusos son constantes y el bullying por tu cuerpo es inclemente, no hay nada que puedas hacer más que huir." Y sería ella quien tuviera toda la razón del mundo.

Había ensayado el plan a la perfección, repasándolo al milímetro durante muchas noches de insomnio. Viajaría rumbo al Parque Nacional Banff, en Alberta, pero a mitad de camino se desviaría, caminando durante seis horas a través de Canmore Creek. Si se guiaba bien, podría llegar a un pequeño poblado de reserva de los indios Sioux, donde Matt Sinaummer —un guía con el que se había contactado previamente hace una semana atrás— la llevaría desde Canmore Creek hacia el lado oeste de la montaña, ya que no hay rutas conocidas a partir de allí. Sabía bien que las rutas de montañismo más fáciles son la cresta norte y la cara norte, a las que se accede desde Hind Hut, pero no las elegiría. Quería lo difícil, sería su prueba personal, el reto de su vida. Solo así se sentiría conforme consigo misma.

Sin embargo, muchas cosas escapaban fuera de sus planes como, por ejemplo, el hecho de qué sucedería con su casa y sus objetos personales una vez que se fuera. Pero a pesar de todo, la respuesta era sencilla: si lograba subir y volver sana y salva, entonces todo bien. Si no, sus padres se encargarían de la propiedad en cuanto la dieran como desaparecida o encontraran su cuerpo. De todas formas hacía más de cuatro años que no los veía, desde que se había mudado a la ciudad. Siempre llamaba todos los fines de semana hacia Manhattan, donde vivían actualmente, y charlaba con ellos durante al menos una hora, pero consideraba que las cosas eran mejor así, sin preocuparlos ni avisarles de antemano.

Dando un suspiro, apagó la luz de la pequeña habitación y cerró la puerta, caminando con lenta parsimonia hacia la sala de estar, para encender la televisión y descansar mientras que esperaba la llegada de su pizza. En cuanto terminara de comer, se daría un relajante y largo baño en su tina, usando todas las sales aromáticas que tuviera y con el agua lo más caliente que su cuerpo pudiera soportar, antes de ir a dormir. Sospecharía que no podría darse un baño durante mucho tiempo, y debía aprovechar este último tanto como fuera posible.


La chica de los dos mundosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora