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Al salir a la superficie, Sophia creyó que iba a desmayarse en cualquier momento.

Lo que veía era increíble. Por un lado, la sensación de la brisa del viento chocando en su rostro fue lo más gratificante que pudo sentir en meses, ya que dentro de Utaraa no había corrientes de aire, y realmente volver a percibirlas fue como si Dios mismo en persona le estuviera dando una caricia en las mejillas. Sin embargo, en cuanto bajó de la nave junto con el resto de los ejércitos Yoaeebuii y miró a su alrededor, no fue la brisa del viento lo único que pudo sentir. También creyó que moriría de miedo.

El paisaje en las rocosas era bello, pero al mismo tiempo aterrador, como una extraña y surreal conjunción de emociones. Había decenas de naves Negumakianas aterrizando en cada pico de montaña, en cada valle y en cada meseta disponible. Cientos de miles de soldados Yoaeebuii bajaban de ellas, y nada más tocar tierra, ya se trenzaban en lucha con los Sitchín que estaban cerca, y que semejantes a hormigas amorfas y horribles, poblaban la tierra como gigantescas cucarachas. ¿Cuántos habrían salido de las profundidades de la tierra? Se preguntó. ¿Miles? ¿Millones? Y lo que era aún peor: si así era el panorama en un lugar tan desolado y frío como la cordillera de las Rocosas, ¿cómo sería en las grandes ciudades? ¿Cómo sería en Brooklyn, donde vivían sus padres?

La voz de Agorén la sacó de sus pensamientos repentinamente. Parpadeó un par de veces, al mismo tiempo que sentía la mano cubierta por su guantelete apoyarse en el medio de su pecho, empujándola hacia atrás.

—¡Cuidado! —le gritó.

Sophia se dejó apartar, casi cayendo de espaldas. Agorén se interpuso por delante, atravesando con su espada el cuerpo de un Sitchín que venía directamente a por ella. La bestia chilló retorciéndose, e intentó morderle, pero Agorén le sujetó la mandíbula con su mano envuelta en el guantelete y le quebró el cuello, arrojando el cuerpo inerte a un lado.

—Gracias —dijo, y entonces él la miró.

—¡Tienes que estar más atenta, esto es una autentica guerra, no hay tiempo para distracciones! —le dijo. —Debes tomar una posición, cúbrete contra las rocas y dispara a cuanto Sitchín puedas.

—Sí, lo haré.

Agorén no tuvo tiempo ni de asentir con la cabeza siquiera, tampoco de decirle que la amaba o que se protegiera, solamente cambió de forma, haciéndose más grande y fuerte, y de un potente salto arremetió atacando hacia el frente, junto con una horda de casi ochenta Negumakianos a su espalda. Sophia corrió, entonces, a la par de ellos tanto como sus piernas podían, saltando de roca en roca. El ruido de los rugidos de aquellas bestias, junto con el sonido a las espadas chocando contra sus cuerpos, cortando, apuñalando y cercenando, era cruento y atemorizante. Sin embargo, no se dejaría intimidar tan fácil, había estado preparándose para aquel momento y todo por lo que había luchado, todo lo que había abandonado a cambio de una nueva vida, significaba aquel instante.

Gritó, más que nada para infundirse valor a sí misma, y con decisión, sacó una flecha de su carcaj a la cintura. Cargó el arco con rapidez y apoyando una rodilla en el suelo para tener mejor estabilidad de tiro, apuntó y disparó. La flecha siseó, abriéndose en tres, y ejecutó a un Sitchín ubicado a poco más de cien metros de su posición. Entonces, sin detenerse, sacó otra flecha, apuntó y disparó, dando en el blanco otra vez contra una bestia cerca suyo. Dos Sitchín se percataron de ella, y corrieron hacia su posición para atacarla, por lo que Sophia se puso de pie y comenzó a correr de forma frenética.

Uno de ellos estuvo a punto de alcanzarla, pero fue embestido por un Negumakiano que al ver la escena corrió en su ayuda. El otro Sitchín estaba cerca, pero no tanto como el primero, por lo que Sophia se detuvo en seco, cargó rápidamente el arco y girando sobre sus pies, le disparó en el preciso momento en que la criatura saltaba hacia ella. La flecha entró a quemarropa directamente en su cráneo, saliéndole por la nuca y ejecutándolo al instante, por lo que el Sitchín cayó encima de ella, muerto. Sophia dio una exclamación de sorpresa más que de dolor, aquel bicho pesaba como los mil demonios. Las rocas golpearon su espalda, al caer, y sintió que le faltaba el aire, entonces soltó el arco y haciendo el mayor esfuerzo posible por quitarse de encima el cadáver de aquella bestia, empujó con sus manos, sin éxito alguno. Descansó unos instantes y volvió a empujar, pero ni siquiera lo movió un poco.

La chica de los dos mundosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora