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La tarde siguiente, Agorén se hallaba caminando en la ensenada del lago de agua dulce, con las manos a la espalda mientras pateaba piedritas y guijarros de la arena, dándose cuenta de que extrañaba a Sophia mucho más de lo que se hubiera imaginado nunca. Apenas hacía un día que estaba en las salas de sanación, y ya no sabía que hacer para matar el rato. Había limpiado su armadura y su espada, también había limpiado el arco, que tenía un poco de polvo, y también le había recargado el carcaj con más flechas. Pero luego de eso, ¿qué más podía hacer? La noche anterior ni siquiera durmió, no solo porque no tenía sueño, sino porque su cama de piedra le parecía demasiado espaciosa sin ella. Quería rodear su brazo por su cintura, quería escucharla hacer preguntas sobre todas las cosas que le generaban curiosidad de su especie, con aquel tono de voz delicado y grácil que tanto la caracterizaba.

Apenas siquiera desayunó, solamente daba vueltas por la plaza del pueblo, bebía un buchito de agua de las fuentes que encontraba por doquier, saludaba a los pueblerinos que paseaban sus quiméricas mascotas por las calles de adoquines, estirando las agónicas horas lo mejor que pudo. Había bajado al área de sanación más de una vez, cerca del mediodía, para visitar a Sophia aunque ella continuase dormida. Tan solo necesitaba verla, saber que estaba bien y que continuaba sanándose con éxito. El ungüento que le había aplicado, el cual había comenzado a resplandecer de un tenue color verdoso en cuanto comenzó a hacer su efecto, ahora se hallaba casi translúcido, indicando que no faltaba mucho para que despertara. Quizá seis u ocho horas más, se dijo, y ya podría abrazarla de nuevo.

Cuatro horas después de su última visita, Agorén estaba tan aburrido que salió de su casa de piedra directo hacia el lago, donde se encontraba ahora mismo. Se había puesto a nadar durante un buen rato, disfrutando del agua termal, y luego se dedicó a caminar por la orilla mientras esperaba que se le secara el cuerpo hasta poder vestirse con la túnica otra vez. Y lejos de distraerlo, se dio cuenta que aquella actividad solamente había profundizado aún más el sentimiento de soledad que le dominaba. Estaba en su lago, era de Sophia. Ella se había enamorado de aquellas aguas en cuanto las había tocado con su bello cuerpo por primera vez, y pasar el tiempo en aquel sitio no hacía más que avivar su recuerdo. Caminando, se acercó hasta el árbol donde ella había aprendido a disparar con el arco, y el cual seguía marcado con pequeñas hendiduras por todo el ancho de su tronco. Estiró una mano, lo acarició, y luego se preguntó: ¿por qué pensaba en ella como si se hubiera muerto, o alguna atrocidad semejante?

Porque tenía miedo de perderla, he ahí la respuesta clave, se dijo. En esta contienda solo había disparado un par de flechas, nada más, y fue suficiente para terminar herida. No de gravedad, eso no, tan solo unos pocos golpes que sanarían rápidamente. ¿Pero y si le pasaba algo peor? La posibilidad estaba, era real. En el momento en que comenzara la invasión, ya no habría marcha atrás ni para los propios Negumakianos, ni para ella. La raza humana miraría impávida como todo se desmoronaba a su alrededor mientras dos fuerzas desconocidas luchaban entre sí, sin comprender que demonios estaba sucediendo, a excepción de Sophia, quien quería pelear. Sin embargo, la realidad era diferente. Por mucha buena voluntad que tuviera, no podría hacer nada en comparación a él, o a todo un ejercito completo de las Yoaeebuii. Las flechas se agotarían, también su energía y su aguda vista, y entonces estaría acabada.

Pensar en ello le infundió una tristeza absoluta, haciéndole dar un profundo suspiro. Aunque pareciera cruel, comprendió que lo mejor que podía hacer para salvaguardar su vida era hablar con ella, decirle directamente lo que pensaba, y no permitirle pelear junto a él. Era posible que no lo aceptara, incluso hasta que se enojara, pero la prefería enojada antes que muerta. Sophia debía comprender que esta situación sobrepasaba su propia capacidad física, que el ensueño de amor con una entidad extraterrestre ya era algo demasiado demente, como para seguir sumándole más locuras a todo esto. Seguramente no le diría lo último, tampoco era su intención lastimarla. Pero sería claro y conciso a la hora de hacerse entender.

La chica de los dos mundosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora