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—Esto es increíble, todo el tiempo fuiste hijo del rey... —murmuró Sophia, en cuanto Agorén le terminó de contar todo con lujo de detalles. Él asintió con la cabeza, en silenciosa confirmación. Ella lo miraba desde la cama de piedra, sentada con las piernas cruzadas. —Ahora entiendo por qué te aprecia tanto, y por qué se arriesgó a interceder por ti cuando llegamos a la ciudad.

—Me ha dicho que cuando todo esto termine, quiere formar una alianza con los seres humanos. Que integren el Consejo de los Cinco, que ya no será más, sino que nos expandiremos al resto del cosmos. Eso va a llevar mucho tiempo y trabajo por delante, pero no es imposible.

—Se lo prometiste.

—Sí.

—¿Te ha dicho por qué hablaba como en una eterna despedida? Eso me ha puesto los pelos de punta, no te voy a mentir —preguntó Sophia, dando un suspiro después. Agorén negó con la cabeza.

—No me ha dicho demasiado, solamente tiene la idea fija de que su reinado va a terminar en algún momento. Dice que lo presiente.

—¿Y crees que tenga razón?

—Ivoleen es el Negumakiano más místico que he conocido nunca, al igual que la gran mayoría de reyes. Por algo lo son, su conexión con Woa es fuerte.

En el breve silencio que se formó entre ambos, tanto Agorén como Sophia pudieron escuchar algo, viniendo desde afuera. Al principio no parecía más que un ruido sordo, pero poco a poco fueron prestándole cada vez más atención. Parecían exclamaciones o gritos, no sabían definirlo con exactitud, un sonido que a Sophia le recordó a la hinchada de algún estadio de futbol, caótica y salvaje. Agorén frunció el ceño, extrañado, y se encaminó a la puerta para mirar hacia afuera. Entonces, luego de observar unos breves segundos, se giró sobre sus pies y corrió hacia su armadura. Sophia entonces sintió el latigazo del miedo recorrer su espina dorsal, tan rápida como un rayo.

—¡Ponte tu armadura, ahora! —exclamó él, mientras se vestía de forma apresurada. Sophia bajó de la cama de piedra de un salto, mirándolo preocupada.

—¿Qué está pasando?

—Están atacando la ciudad, una horda de Sitchín de élite.

—¡¿Qué dices?!

—Lo que oyes. ¡Vamos, no podemos perder tiempo! —la apuró.

Sophia se vistió con su armadura de combate tan rápido como podía, se calzó el carcaj de flechas a la cintura y para cuando tomó el arco en sus manos, Agorén ya estaba preparado por completo, con su guantelete en la mano y su espada desenfundada. En cuanto salieron afuera, ella pudo ver a que se debía todo aquel griterío que había escuchado en un principio: los Sitchín recorrían las calles de piedra como hormigas rabiosas, alternando entre su invisibilidad de a ratos, atacando y despedazando a cuanto Negumakiano veían por delante. No les importaba si se trataba de un soldado de las Yoaeebuii o un simple pueblerino inocente, ellos atacaban a todo lo que se moviera, como animales malditos.

—Por Dios... —murmuró, aunque apenas escuchó su propia voz en aquel caótico momento.

—¡Dispara solo cuando estés segura de acertar, tienen un exoesqueleto que les da invisibilidad a voluntad! ¡Ten mucho cuidado, por favor! —exclamó Agorén.

—Tú también —asintió ella, sacando una flecha del carcaj.

Ambos entonces corrieron hacia la plaza central de Utaraa, esquivando pueblerinos que corrían en todas direcciones. Las calles estaban manchadas de sangre negra y algunos cadáveres se hallaban al descubierto, masacrados por estas bestias que atacaban sin piedad. Mientras corrían, Agorén por poco se choca con un general de las Yoaeebuii, un rango inferior a él. Al verlo, lo detuvo rápidamente.

La chica de los dos mundosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora