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Para Sophia, la invasión dejó de existir.

Ya no había ataque, ya no había nada más a su alrededor que no fuera el propio Agorén. Ante sus gritos de auxilio, varios Negumakianos corrieron en su ayuda. Entre todos lo cargaron a una nave, irónicamente la pequeña nave de transporte en la que había llegado Lonak a la superficie, y volvieron a Utaraa. Corriendo por su vida, metieron a Agorén a los aposentos de sanación, en un sector de curación intensiva y apartado del resto de las salas. Sophia no podía verle, tampoco podía estar con él, ya que la recuperación sería lenta y delicada, y a ciencia cierta, ni siquiera los propios sanadores de la ciudad sabían si se salvaría. Las heridas en su cuerpo eran graves y profundas, su pulso era demasiado débil, y todo pintaba muy mal.

Desolada, repleta de angustia e incertidumbre, Sophia deambuló durante horas por las calles empedradas de Utaraa, solitarias y aún con los cadáveres de muchos pueblerinos cubriendo el suelo. Finalmente, llegó a la plaza central, donde sentada cerca de una de las fuentes principales, lloró hasta el cansancio. La ciudad que antes le había parecido medieval, hermosa y llena de magia, ahora no era más que un esqueleto viejo, fantasmal, lúgubre y silencioso. El resplandor de las antorchas les daba un aspecto horrendo a todos aquellos cuerpos despedazados, tanto de Negumakianos como de los Sitchín de élite que el infeliz de Lonak había traído con él.

Casi diez horas después, los pocos ejércitos de las Yoaeebuii que habían sobrevivido a la invasión volvían a la ciudad, en su mayoría heridos, y los que habían tenido mejor suerte volvían extenuados y desanimados. Alguien se acercó a Sophia, no sabía reconocer quien, pero por su vestimenta supo que era un general, y le comunicó que habían detenido el ataque, que gracias a Woa, el planeta estaba a salvo. Sin embargo, Sophia apenas esbozó una tenue sonrisa. El general entonces le preguntó por Agorén, ella le dijo que no sabía como estaba, y comprendiendo que se hallaba devastada, la dejó en paz, retirándose en silencio. Entonces, sin poder contenerse, volvió a llorar con amargura. ¿De qué le servía haber triunfado en la defensa del planeta, si todo su mundo se hallaba agonizando varios metros bajo tierra, en una sala de sanación? Se preguntaba.

Durante la primera semana, Sophia apenas siquiera dormía un par de horas por noche. Le costaba demasiado conciliar el sueño en la perpetua soledad de la casa de piedra, y cuando por fin podía dormir, se despertaba gritando en horribles pesadillas. Soñaba que los Sitchín la devoraban, arrancándole pedazos del cuerpo como una jauría de perros disputándose un sabroso bocado, y también veía a Lonak disparando una flecha tras otra encima de Agorén, hasta que al fin la última impactaba en su rostro. Entonces ya no podía volver a dormir.

Muchos habitantes de Utaraa, más que nada soldados y generales, comenzaron a preparar las naves nodrizas para volver a su planeta, luego de limpiar las calles de los cadáveres. Los pocos pueblerinos que quedaban, al menos los que se habían escondido durante el ataque de los Sitchín, se acercaron hasta Sophia para decirle que no tenía nada de que preocuparse, que se quedarían con ella hasta que Agorén viviera o muriese. Agradecida, aceptó vivir con ellos, mudándose a sus casas de piedra para al menos sentirse un poco en comunidad, y no tan sola, inundada en un montón de recuerdos y una cama vacía.

Durante los días posteriores, la totalidad de los ejércitos sobrevivientes de las Yoaeebuii con sus respectivos generales y comandantes, subieron a dos de las cinco naves nodrizas almacenadas en hangares especiales bajo tierra, para emprender el largo regreso al planeta Negumak. De esta manera, Utaraa pasó de ser una ciudad rica en cultura, repleta de habitantes y movimiento a todas horas, a estar solamente ocupada por menos de veinte sanadores —a los cuales les llamaban "Los ingenieros", ya que también eran los encargados de las creaciones genéticas de cuerpos—, menos de treinta pueblerinos, y la propia Sophia. Para mantenerse aún más en comunidad, decidieron vivir todos juntos en la plaza central del pueblo, llevando sus vestimentas y las mantas tejidas de sus camas para no sentirse tan solos en la inmensa ciudad.

La chica de los dos mundosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora