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Durante los tres días que siguieron, Sophia estaba cada vez más convencida de que no lo lograría, para su desgracia.

A medida que ascendía, cada vez le iba tomando más practica al hecho de comprobar bien las capas de hielo antes de clavar los piolets y la punta picuda de sus botas, pero sus energías estaban en números rojos y ni siquiera iba por un cuarto de ascenso total, además de que sus provisiones descendían más rápido de lo que pensaba. Trataba de aguantar el hambre para comer lo menos posible, al igual que la sed, pero le era imposible. Un gran esfuerzo físico conlleva un gran consumo de energía calórica, y contra eso no había régimen que pudiera. Además, se había llevado sus buenos sustos, ya que un par de veces estuvo a punto de resbalar y caer, haciendo que las lágrimas se le cayeran del pánico. Tenía frío de forma constante, aún a través de sus guantes, chaquetas y pantalones térmicos, y cuando se hallaba en su descanso y tocaba hacer sus necesidades, el hecho de bajarse los pantalones térmicos era una tortura gélida. Como también era una tortura tener que estar armando y desarmando la tienda de campaña cada vez que abandonaba o llegaba a un llano.

Cuando ya iba de camino al cuarto día, por fin pudo alcanzar su primer limite personal, los doscientos ochenta y dos metros, según su altímetro. Descansó en un llano bastante pequeño que encontró, y durmió por esa noche, pensando que al día siguiente trataría de alcanzar los trescientos metros, al menos para poner una marca en su altímetro, y luego comenzaría el descenso por mucho que le doliera desistir. Lo cierto era que ya no aguantaba más. No había una sola parte del cuerpo que no le doliera, casi no tenía agua y antes de dormir se comió la mitad de su última barrita energética.

A la mañana siguiente, desarmó la tienda de campaña y emprendió de nuevo el ascenso casi unas dos horas antes de que saliera el sol. Apenas había dormido por el dolor de estomago que el hambre le producía, además de estar continuamente tiritando de frío, y lo mejor sería salir de allí lo más pronto que pudiera. En cuanto se puso de pie en los diez metros cuadrados de llano que había utilizado para dormir, miró a su entorno, y sonrió apesadumbrada. La vista era magnifica, abajo todo parecía pequeño, del tamaño de una hormiga, y sollozó emocionada al imaginar lo que se debía sentir observar el mismo paisaje, los mismos arboles diminutos, el mismo horizonte azulino, pero desde la cima, un paisaje que solamente se pintaría en lo más profundo de su imaginación. Sin embargo, había que poner manos a la obra, solamente serían dieciocho metros más, y luego volvería sobre sus pasos. Dando una honda inspiración —ya que cada vez le costaba más el hecho de respirar—, comenzó a tantear con sus piolets el hielo circundante, y un paso tras otro, subió progresivamente.

Al llegar a los trescientos metros, un timbre de alarma en su altímetro previamente configurado en la noche anterior, le avisó que había llegado a su meta estipulada, y aún así, Sophia subió seis metros más. Sin embargo, en cuanto apartó una mano de uno de los piolets para colocar la marca personal en su altímetro, estaba tan emocionada que ni siquiera prestó atención en el crujido bajo sus pies. Puso la marca, guardó de nuevo el altímetro en el bolsillo, sujetó el piolet izquierdo, y al sacarlo del bloque de hielo en donde estaba incrustado para clavarlo más abajo y comenzar el descenso, fue donde el desastre ocurrió.

La capa de hielo se desprendió, dejando los hoyuelos de los piolets en la capa más interna, y con el hielo, también ella se vino abajo. En su mente, todo ocurrió en cámara lenta. Solamente tuvo tiempo de pensar un "Ay no... voy a morirme" antes de dar un alarido de sorpresa, y entre el hielo y la nieve, Sophia rodó por la montaña. Chocó contra unas rocas, lo sintió en su cadera, luego todo se tornó oscuro y golpeó contra algo que le detuvo en seco la caída, al mismo tiempo que escuchó el crujido de algo rompiéndose, junto a un dolor increíblemente atroz en su brazo derecho y en la cabeza, encima de su oído. Luego de eso, la perpetua oscuridad de la inconsciencia.


*****


Cuando recobró medianamente la conciencia, se dio cuenta que estaba acostada encima de una gran piedra llana. Los parpados le pesaban una tonelada, y toda ella se sentía como si le hubiera pasado una aplanadora por encima, o si el simple acto de pensar requiriese un esfuerzo imposible. Con la vista nublada y apenas entreabriendo los ojos, observó el techo abovedado de lo que en principio parecía ser una cueva, ya que el resplandor de su entrada era fuerte y claro. ¿Qué hora sería del día? Intentó preguntarse, pero ni siquiera pudo formar la pregunta dentro de su cabeza. En un rincón pudo ver algunas cosas de su equipo de alpinismo, amontonadas, y a su lado otros bultos que no lograba distinguir. ¿Estaría muerta o estaría alucinando? Intentó decirse, en vano.

De pronto, una silueta se movió cerca de la entrada de la cueva, recortando su portentosa figura a contraluz con el resplandor del día. Era un hombre, lo podía adivinar por el tamaño de su espalda y sus brazos, pero lógicamente no sabía quien era. Se acercó a ella, le tocó el brazo y al instante, pudo notar como desde el codo nacía una sensación gélida, que poco a poco comenzó a recorrer todo su brazo hasta llegar desde el hombro a la punta de los dedos, como si hubiera metido la extremidad en una tarrina de agua helada. Sus ojos se movieron perezosamente hacia aquel individuo, y entonces pensó "Es bonito, tiene lindo rostro, y además me está curando". Entonces, nuevamente, la oscuridad de la inconsciencia le hizo cerrar los parpados. 

La chica de los dos mundosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora