Acechar a La presa

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Lo observó desde lejos. Objetivamente, como un científico contemplaría un microbio interesante. Incluso desde esa distancia, era un hombre atractivo.

Pelo castaño. Un perfil aristocrático. Una nariz perfecta. Los huesos de la cara podrían parecer rasgos de nobleza, aunque él los consideraba demasiado angulosos. Tenía un cuerpo delgado y atlético, discretamente musculoso. Ni uno solo de sus rasgos era suave.

Excepto los ojos.

Los llevaba ocultos tras unas gafas de sol John Lennon, pero él recordaba que eran de un café como el centro de un girasol. Sí, tenía unos ojos suaves porque en ellos se adivinaba la emoción, y por eso los ocultaba detrás de esas gafas horribles. Él quería ser tan duro como lo parecía, pero por dentro era suave. Un hombre débil.

Vería esos ojos por última vez en el momento antes de matarlo. Se le llenarían de miedo, porque entendería la verdad. Con el corazón latiéndole con fuerza, sintió que la sangre se le subía a la cabeza. Sí, cuando él entendiera la verdad, él se habría liberado. Sonrió. Él pensaba que no podía tocarlo. ¿Acaso pensaba en él alguna vez? No lo sabía. Pero antes de que acabara el juego, pensaría en él, le tendría miedo, sentiría la fuerza de su venganza.

Matarlo no era el principio y, desde luego, no sería el final. Muchas otras Personas también merecían morir.

Pero la muerte de él sería la que le procuraría mayor satisfacción.

Mientras lo miraba, observó que vacilaba al abrir la puerta de su Mercedes cupé negro y miraba a su alrededor. El corazón se le aceleró ligeramente. ¿Acaso lo presentía? Él no podía verlo y, en caso de que lo viera, ¿se acordaría? La suya era una cara normal y corriente, la cara de un tipo cualquiera. Él sabía qué era la locura, pero él no estaba loco. Sabía qué era el terror, pero él no era aterrador. Ahora, no. Sabía disimular hábilmente su excitación, su rabia, su ira.

¡Era muy divertido jugar con él! Una última mirada. Lo miró, aunque no lo veía. Sin embargo, quizás intuyera algo porque subió rápidamente al deportivo y lo puso en marcha. Con el corazón galopante y los puños apretados, él imaginó que lo agarraba por su cuello largo y delgado y se lo rompía.

No, no le romperé el cuello. Demasiado fácil. Demasiado rápido. Al contrario, lo estrangularé poco a poco. Lo ahogaré. Me quedaré mirando mientras se pone azul. Luego lo soltaré, que respire un par de veces. Que piense que tiene una posibilidad, que hay una esperanza.

Y luego volveré a apretar.

Vería cómo su mirada se llenaba de entendimiento, de miedo, y de una vaga esperanza cada vez que él lo dejara respirar. Y, finalmente, la conciencia de que toda esperanza era inútil. Sólo la muerte. Y cuando esos ojos cafés lo miraran, él entendería que todo era culpa suya. Debía haber muerto años atrás.

Se quedó mirando el camino un buen rato después de que el coche desapareció de su vista. Devolvió con cuidado los prismáticos a su funda.

Él no iría a ninguna parte. Tenía todo el tiempo del mundo para matarlo.

Volvió a su coche caminando y lanzó una última mirada hacia la casa antes de dirigirse al aeropuerto. Le esperaba mucho trabajo en las próximas veinticuatro horas, pero volvería a tiempo para verle la cara cuando le contaran lo que había hecho.

Había llegado el momento de poner manos a la obra.

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