15 | Fácil de manipular

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15 | Fácil de manipular


Logan

Cuando me despierto, tardo un momento en darme cuenta de que no estoy en mi habitación.

El dormitorio en cuestión tiene las paredes beige y una estantería junto al armario llena de libros. La ventana está sobre el escritorio, y los primeros rayos de sol se cuelan a través de las cortinas entreabiertas. No hay mucha decoración; nada de cuadros ni pósteres, solo un par de cuerdas con fotografías en frente de la cama. Bostezo con cansancio, y entonces giro la cabeza y me quedo completamente inmóvil.

Leah.

Mierda.

Está acurrucada en la silla del escritorio con las piernas flexionadas, apoyando la mejilla en una mano. Se ha cubierto las rodillas con la camiseta y ha hecho puños con las mangas para resguardarse del frío. Dado que la silla está girada en mi dirección, tengo una visión completa de su rostro en calma. Un par de mechones rojos se le han escapado del moño y caen formando ondas sobre su rostro pálido lleno de pecas. Respira con lentitud, todavía con los ojos cerrados.

Me quedé dormido en su cama anoche.

Y ella no me despertó.

Por primera vez en una semana, hoy no tengo dolor de cabeza.

De pronto, suena la alarma de un móvil y Leah da un salto sobre la silla. Su rostro pierde todo el color cuando abre los ojos y me ve.

—Estás despierto —pronuncia, tragando saliva.

Su tono es una mezcla de vergüenza... y culpabilidad.

Se levanta a toda prisa para coger su móvil, que está sobre la estantería, y quitar la alarma. Mi mirada se clava automáticamente en sus piernas desnudas. Demasiados estímulos para alguien que solo lleva despierto un par de minutos.

—¿Has dormido en una silla? —pregunto con voz áspera.

Se sobresalta al oírme.

—No —se apresura a contestar—. Bueno, yo... Quiero decir, tú... Me puse a escribir y... y me quedé dormida. Sí, eso. —Traga saliva otra vez—. ¿Podrías... podrías salir de mi cama, por favor?

Nunca la había visto tan nerviosa. Me quedo mirándola, y Leah enrojece y comienza a moverse por la habitación mientras se deshace el moño y vuelve a recogérselo, esta vez en una coleta. No me pasa desapercibido que hace todo lo posible por evitar el contacto visual.

Bostezando, me arrastro fuera del colchón y me siento en el borde. Noto los músculos pesados, pero es más bien pereza, no cansancio. ¿Cuánto he dormido? ¿Unas seis o siete horas? Después de la semana que he tenido, es como saborear la gloria.

—Ayer me dormí en tu cama y no me despertaste. —No es una pregunta, sino una afirmación.

—Me quedé dormida antes que tú.

—No me lo creo.

Creo que se tensa, aunque estoy demasiado ocupado mirándole las piernas como para confirmarlo.

—Dejando de lado lo mala mentirosa que eres —continúo— todavía no entiendo lo de la silla.

—No iba a meterme en la cama contigo.

—Lo dices como si hubiera sido la primera vez.

—Es diferente. —Enarco las cejas al oírla. Leah se ha puesto a ordenar la habitación—. La última vez los dos estábamos despiertos.

Mi sudadera está doblada sobre el escritorio. Me la lanza sin mirarme.

—Bueno, estoy despierto ahora —repongo atrapándola al vuelo—. Todavía puedes venir, si quieres.

El arte de ser nosotros |  EN LIBRERÍASDonde viven las historias. Descúbrelo ahora