29 | El camino correcto

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29 | El camino correcto

Logan

Después de Año Nuevo, la abuela y yo hacemos las maletas para volver a Portland. Pasar las vacaciones de Navidad en casa de mis padres siempre es un auténtico suplicio, y además echo de menos mi vida en la ciudad: salir a correr por el río, pasar las tardes trabajando en el estudio de tatuajes e incluso ir a clase; cualquier cosa que me ayude a mantener la cabeza ocupada y lejos de todos los asuntos que me torturan últimamente.

Quedamos en que saldremos a la mañana siguiente, temprano, con vistas de llegar a Portland al mediodía. No obstante, cuando nos subimos al coche mi abuela me pide que demos un rodeo para visitar un lugar antes de marcharnos. Sigo sus indicaciones hasta que nuestro destino está tan claro que ya no necesito hacerlo. Subimos la colina en la que se encuentra el museo de Hailing Cove, que antes pertenecía a mi familia.

Aparcamos y salimos del vehículo.

—Está igual que siempre, ¿verdad?

—Creía que Russell iba a demolerlo —comento. Russell es el extranjero que compró la propiedad. Como mis padres no quisieron quedárselo y mi abuela ya no podía mantenerlo sola, no le quedó otro remedio que vendérselo.

—Lo intentó, pero no le dieron los permisos. Anna, mi amiga del pueblo, me ha dicho que al parecer Russell planea reabrirlo. Imagino que no le hace especial ilusión, pero es la única forma que tiene de sacarle algún beneficio. —Me indica con un gesto que la siga—. Vamos. Aunque no entremos, al menos podemos pasear por los jardines.

La abuela tiene razón; todo sigue justo en el mismo lugar. Hace mucho desde la última vez que vine. El museo está a las afueras de Hailing Cove, lo bastante lejos como para que no haya que pasar cerca de él cuando se circula por el pueblo. Creo que lo he estado evitando, justo como que evito todo lo que corre el riesgo de hacerme daño. No habría soportado verlo, aunque fuera de lejos, y encontrarme con el lugar en el que pasé mi infancia demolido para que Russell pudiera construir su dichoso centro comercial. Sin embargo, sigue aquí. Y lo ha estado durante todos estos meses en los que yo no me he atrevido a venir.

Es una de las muchas cosas que me he perdido por dejarme llevar por el miedo.

Se nota que Russell tiene abandonado el lugar, ya que el jardín está bastante descuidado; el césped está sin recortar y lleno de malas hierbas, los arbustos no se han podado y el agua de la fuente está estancada. Aun así, los pájaros pían y la brisa fresca del invierno mueve las hojas de los árboles. Este lugar sigue teniendo su encanto. Sigo a la abuela por el mismo camino de grava que recorríamos cuando era niño.

—¿Te acuerdas de ese viejo olmo? —Señala un árbol con la cabeza. Está lleno de hojas secas y las raíces sobresalen en el suelo—. Si todavía dependiera de mí, nunca lo habría dejado crecer tanto.

—El abuelo siempre se quejaba cuando entrabas en modo jardinera —recuerdo con una media sonrisa.

—¡Ah, ese hombre cascarrabias! Nunca entendió que solo hacía lo mejor para el jardín. Es como la vida misma, chico. A veces uno necesita desprenderse de las ramas viejas y débiles para que crezcan otras nuevas. 

Terminamos de subir la colina y nos sentamos frente al banco de madera roída que hay delante de la fuente. La abuela echa la cabeza hacia atrás para que el sol le dé en la cara.

—¿Lo echas de menos? —le pregunto—. Al abuelo.

—La respuesta es más complicada de lo que crees.

—¿Eso quiere decir que no?

—Claro que echo de menos a tu abuelo, Logan. Estuvimos juntos cuarenta y cinco años. Muchas de las cosas que hago a diario me recuerdan a él. A veces le echo al café dos azucarillos y pienso que él me habría aconsejado, entre gruñidos, que le pusiera solo uno, aunque sabía que yo nunca le haría caso. —Su tono se tiñe de humor—. Así que, sí, lo echo de menos. Era mi marido, mi compañero de vida. Pero no es un secreto que durante la mayor parte de nuestra relación me sentí... atrapada.

El arte de ser nosotros |  EN LIBRERÍASWhere stories live. Discover now