Acto 9- Maya

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Maya tuvo un mal presagio cuando regresó a su casa y la encontró pulcramente ordenada. Había permanecido más tiempo del debido en el hotel y al salir, ya era de noche. Marcus le había dejado dinero en la recepción para que tomara un taxi de vuelta a casa.

—¿Mamá? —llamó.

Los zapatos que solía usar al salir permanecían en la zapatera. Si no estaba en casa, solo existía otro lugar donde podía estar y no era nada bueno.

Caminó hasta la cocina y sacó del refrigerador los restos de la pasta del día anterior. Buscó el microondas para calentar la cena, pero no lo encontró por ningún lado. Faltaba también la batidora, el juego nuevo de cubiertos y la olla plateada que le había regalado a su madre en su cumpleaños.

Un ruido procedente de la habitación de la otra habitación la alertó. Molesta, intentó abrir la puerta del cuarto hasta que la paciencia se esfumó y terminó derribándola de una patada.

Su madre estaba recostada en la butaca de piel de su cuarto, con la cabeza descolgada y los pies cruzados. Traía la blusa blanca hecha jirones y en el short de mezclilla comenzaba a formarse una mancha amarrilla. No era la primera vez que la veía en tales condiciones.

—Mamá, ¿qué has hecho ahora? —preguntó en un hilo de voz.

—Maya, yo... —Trató de ponerse en pie. Apenas se levantó unos centímetros antes de volver a caer. Maya esperaba impaciente, dando golpecitos con el pie en el suelo.

—¿Qué?

—Tenía que hacerlo, hija. No sabes lo que es necesitar algo con tanta fuerza... que te pierdes a ti misma.

—Eso no es una justificación. ¿Dónde está lo que falta? —replicó Maya.

—Hija, tuve que venderlo —balbuceó—, necesitaba el dinero.

—¡Has vendido todos los equipos de la casa! —gritó— ¡Solo te falta venderte a ti misma!

Su madre bajó la cabeza, avergonzada.

—¿Lo has hecho? —La verdad cayó sobre ella como un balde de agua fría—. ¿Ese es el ejemplo que quieres darme? Tal vez debería irme como papá.

El lamento que salió de su boca hizo que Maya se arrepintiera de sus palabras.

—¿Y si le pides más dinero?

—Deja esa mierda, por favor —suplicó Maya.

—No puedo.

Maya sintió que el alma abandonaba su cuerpo. Harta de nadar contra la corriente, decidió buscar, aunque sea un minuto de paz.

—Continúa revolviéndote en tu miseria, dormiré esta noche fuera de casa.

—¿A dónde vas? —bufó—. No tienes a nadie. Estás destinada a estar sola, al igual que yo.

Maya ignoró sus palabras y se dirigió hacia su habitación.

—¡Maya, vuelve ahora! —gritó su madre.

Maya metió en una mochila las prendas más importantes y los cuadernos de la universidad.

—¿Qué estás haciendo, Maya? Ella te necesita —le dije.

Maya se detuvo un momento, luego continuó hasta llenar la mochila.

—Hoy no es un buen día para tus sermones, Titiritero.

Abrió la puerta de la casa, ignorando los gritos de súplica de su madre. Limpió las lágrimas que brotaban de sus ojos con el dorso de la mano y con el corazón aun doliéndole, se subió al autobús. Iba a casa de Elena esa noche. Maya colocó la cabeza en la ventanilla y durante el trayecto se dedicó a observar a los transeúntes, preguntándose cuántos de ellos también vivían en una tormenta.

Un chico de cabello negro recogido en una pequeña cola y ojos lagunares se bajó dos paradas antes que ella. Reconoció las facciones delicadas de su rostro y la nariz afilada de la visita al museo. ¿Cómo se llamaba?, se preguntó mientras lo miraba sentarse cabizbajo en la parada. Por el uniforme de seguridad, se dio cuenta de que trabajaba en el museo y ahora esperaba el trasbordo. ¿Dónde viviría? Maya estaba segura de que no era la primera vez que lo veía en ese recorrido.

—Javi —murmuró tan bajo que apenas se escuchó.

El chico levantó la cabeza, justo cuando el autobús arrancó. Sus ojos se encontraron por breves segundos, pero fue suficiente para reconocerse.

Maya apretó la maleta con fuerzas. ¿Qué haría con su vida a partir de ahora?

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