Acto 22- Javier

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Javier colgó su mochila en el casillero. La imagen de la chica de ojos verdes no salía de su cabeza. El destino los había presentado fugazmente solo para hacerla desaparecer después.

—¿Qué tramas, Titiritero? —preguntó en voz baja.

Comprobó que su uniforme estuviera planchado y libre de arrugas. Todos los guardias usaban los mismos tonos grises y el cinturón con la linterna y las llaves. Le gustaba cómo la tela le daba movilidad, aunque el color acentuaba la palidez en su piel. Por más sol que tomaba no lograba recuperar su bronceado.

—¿Listo? —le preguntó Gonzalo. El guardia le había dado un recorrido por las principales salas del Museo. Durante el trayecto recordó el día en que se conocieron y Javier le ayudó a atrapar a una ladrona. Luego se habían visto nuevamente durante el juicio en el que Javier participó como testigo. Gonzalo era un hombre corpulento de entradas definidas, llevaba consigo una linterna decorada con llena de las pegatinas de su nieta.

—Sí, estoy muy emocionado —contestó Javier, aunque el peso de las botas le provocaba dolor en la rodilla al caminar.

—Así se habla, muchacho —repuso Gonzalo con orgullo—. Ahora repíteme eso mismo dentro de unas horas cuando el aburrimiento te venza —bromeó.

Javier se echó a reír. Gonzalo le indicó que ocupará uno de los dos asientos frente a una gran pantalla.

—Hoy solo revisaremos las cámaras, es bueno que te familiarices con el sistema —le dijo, señalando las palancas y sus funciones para que Javier pudiera tener el dominio de los controles—. Pruéba tú, hay un manual, pero es más fácil con la práctica.

Javier prestó atención a todos los consejos de Gonzalo. Una hora después, un compañero los sustituyó para que hicieran una pausa y descansaran.

—¿Qué se siente estar dentro de un Museo? —le preguntó Gonzalo mientras devoraba una dona.

—He estado en un Museo antes, pero de Ciencias Naturales. Estudio las colecciones de fósiles con la ayuda de un mentor. Él es un paleontólogo muy conocido y es un privilegio que le dedique tiempo a alguien como yo.

Javier colocó el plato de frutas con yogurt a un lado, deseando estar devorando una dona.

—Es muy interesante, Javier, que te interesen ambas ciencias. Pero tus ojos brillan cuando hablas de la Paleontología.

Asintió con tristeza.

—No te preocupes —le dijo Gonzalo, levantándose para hacer café—. A veces, lo que nos motiva llega de forma inesperada. Siempre puedes experimentar y decidir después qué quieres hacer, y ni aun así eso te asegura que sea la mejor decisión.

—Gonzalo, estás asustando al nuevo —regañó el otro guardia desde la pantalla. Tenía el cabello negro a ras del cráneo y la cara cubierta de marcas de acné. Javier comprobó que no era el único de su edad que trabaja a medio tiempo en el museo.

—Aprecio sus consejos —respondió Javier.

—Encontrarás tu camino. Mientras tanto, a trabajar, todavía nos queda todo un turno por delante.

Volvieron a ocupar su puesto. Gonzalo le enseñó algunos trucos y luego dejo que Javier manejara las cámaras por su cuenta.

Al terminar el turno, Javier se cambió de ropa y se marchó a su apartamento. Había sido una noche excelente. Gonzalo distaba mucho de su anterior jefe que lo único que le había enseñado fue un diccionario de insultos.

Introdujo la llave y entró al apartamento. Las luces estaban encendidas y el chico con quien compartía piso estaba sentado en el amplio sofá azul de la sala viendo el partido de fútbol. Javier lo saludó con la mano antes de continuar a su habitación.

—¿Quieres ver el partido? —le preguntó, para su sorpresa. Señaló las cervezas y el plato de picadito sobre la mesita de cristal de centro de sala—. Me vendría bien compañía.

—Lo siento, estoy cansado —se disculpó. Por las veces que lo había visto en uniforme y las constantes horas que dedicaba a ejercitarse en el patio del apartamento, sabía que era deportista.

—No te preocupes, pero si cambias de opinión, hay un espacio en el sofá con tu nombre. Bueno, técnicamente, la mitad de todo lo tiene.

Javier no pudo evitar sonreír.

A penas habían cruzado palabra desde que se habían mudado juntos hace tres meses. Ambos necesitaban un lugar donde quedarse que pudieran pagar. Habían coincidido juntos en la visita al apartamento y, como ninguno podía llegar a la exorbitante suma que pedía el dueño, decidieron compartir el piso. Desde entonces, se reunían una vez a la semana para transferir el dinero y hablar de arreglos y de las reglas que habían definido para una mejor convivencia; el resto del tiempo, cada uno estaba en su parte sin mediar palabra.

Javier se disculpó una vez más antes de meterse en su habitación. Se dio una larga ducha y estudió un poco antes de quedarse dormido con la cabeza apoyada entre los libros. 

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