Acto 16 - Javier

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«Y una vez que la tormenta termine, no recordarás como lo lograste, como sobreviviste. Ni siquiera estarás seguro si la tormenta ha terminado realmente. Pero una cosa si es segura. Cuando salgas de esa tormenta, no serás la misma persona que entró en ella. De eso se trata esta tormenta.»

Haruki Murakami

Javier

Javier sacó un cigarrillo de la caja y se lo llevó a la boca. Gimió, deleitándose con el subidón que le provocaba la adrenalina. En el bolsillo de los vaqueros llevaba un cigarro electrónico, pero el dispositivo solo le funcionaba cuando los niveles de estrés no eran tan altos. Hoy no era uno de esos días.

Escuchó un trueno a lo lejos y no pudo evitar temblar. La proximidad de la tormenta evocaba recuerdos que Javier preferiría enterrar bajo tierra.

Comprobó la hora en su reloj de pulsera. El periodo de descanso acabaría en diez minutos. Lavaba los platos en un restaurante. Al principio, había optado por este empleo porque le ofrecía la posibilidad de aprender con el tiempo él tiempo el oficio de chef. Todo fue un engaño. Le pagaban la mitad de lo estipulado en el contrato y el trabajo, después de la primera semana, se duplicó.

Tomó otra calada antes de guardarlo, no se podía dar el lujo de tirarlo. Estuvo a punto de dejarlo una vez. En ese entonces tenía a Hanna, ella era todo para él. Pero ella se había alejado de él después del accidente, justo cuando más la necesitaba. Javier creía que estaba roto, y por eso todos terminaban alejándose de él. La porrista intentó ayudarlo, pero Javier no tenía cabeza para continuar con una relación cuando su mundo se había sumergido en una tormenta. Javier no la culpaba por rendirse, él se había tomado el trabajo de alejar a todos. Aún continuaba haciéndolo.

—Titiritero, ya hemos hablado de esto —protestó—. Haz lo que sea que haces, pero no me hables, es raro.

Javier se corrió la capucha blanca para sentir el viento contra su rostro. Se recogió el cabello negro que le llegaba hasta los hombros en una coleta y gritó con fuerza. Impulsándose con un pie, trepó en el muro de la azotea. Se sentía como un pez que lucha con todas sus fuerzas por deshacerse del anzuelo, sabiendo que perderá la vida si se rinde.

"En primer lugar, nunca debí morder el anzuelo; en segundo, luchar era inútil", pensó.

—Vuelve al trabajo —le dije.

Resopló. Echándose hacia atrás se bajó de un saltó.

—Ya sé que tengo gastos que pagar, no es necesario que me lo recuerdes —protestó.

Compartía apartamento con un chico al que apenas conocía. Javier no tenía ningún inconveniente mientras él se encargará de la otra mitad de la renta. Sus padres cubrían los gastos de matrícula de Derecho en la universidad. Javier lo consideraba un intercambio justo después de que lo obligaran a seguir sus pasos.

—¿Estás son horas de llegar? —Gritó su jefe, cruzando los brazos.

Se colocó el delantal, ignorándolo.

—¡Javier!

—Es mi horario de descanso, Jorge —replicó.

Colocó la pila de platos dentro del fregadero. Jorge añadió como castigo los que acababa de lavar.

—La próxima vez te descontaré los minutos que pases fuera.

Javier apretó tanto la mandíbula que le dolieron los dientes.

—¿Entiendes?

Asintió.

Introdujo las manos en el agua, dejando que la sensación fría aliviará su enojo. El metal de la pulsera plateada que llevaba en su mano derecha brilló. Era un recordatorio de su mejor amigo. Un recordatorio de su error.

Iría esa tarde a visitarlo. Esperaría pacientemente su turno y gastaría cada minuto esperando escuchar el perdón que tanto anhelaba de sus labios. 

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