2 DAN

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Odio tener que asistir a lugares solo por obligación. Y, más aún, cuando se trata de un entierro. Me deprimen. Además, siento que la mayoría de las personas que están ahí lo hacen por quedar bien. Pero, en esta ocasión, no me planteo escabullirme porque se trata del funeral del tío de Shannon y sé que es un momento en el que debo estar con ella, a su lado, y ofrecerle todo el apoyo que necesita. Además, va a acudir Rebeca, mi hermana, que ha decidido irse a vivir con una amiga y ya no está en casa, con nosotros.

Tan solo una vez coincidí con Raül, el tío de Shannon. Fue en una fiesta familiar y, la verdad, no me causó una buena primera impresión. Era el hermano pequeño de la madre de Shannon y sé que esta lo protegía demasiado, tanto que esa sobreprotección lo convirtió en la persona que era; un hombre esclavo de la droga y otros vicios que, finalmente, acabaron con él.

Después de aquel primer encuentro en su casa familiar para celebrar el cumpleaños de Shannon, pasó lo que pasó. Shannon acabó desquiciada, queriendo romper conmigo, arañando su vientre hasta hacerlo sangrar, para terminar vomitando las palabras que habían anidado en su pecho durante años como veneno ponzoñoso que por fin sacaba fuera. Las dejó fluir,

marchar, como si juntas conformaran una viscosa serpiente que se alejaba de nosotros.

Shannon asiste al sepelio para no desagradar a su madre. Carolina está muy afectada por cómo encontró la muerte su querido hermano; ha debido de ser un trago duro para ella saber que lo hallaron sin vida, olvidado como un montón de basura en un edificio abandonado, lugar de reunión y hogar de yonquis y demás gentuza. Una sobredosis, ese ha sido el dictamen al que ha llegado el médico forense después de semanas sin entregar el cuerpo a la familia. No, no debe de haber sido sencillo de digerir para Carolina el que haya acabado de esa forma.

Todavía recuerdo la manera en que Shannon recibió la noticia de la muerte de Raül, hace algunas semanas. Estábamos en Londres, inaugurando la exposición que habíamos organizado con los dibujos de las miradas, a la que dimos el nombre de Pequeño búho. Fue su padre, Aurelio, el que la llamó para decirle que lo habían encontrado muerto. No tengo una memoria clara de ese preciso instante, se difumina en mi mente como niebla, pero no puedo olvidar que lo que vi en su rostro no fue tristeza, sino un gesto de alivio. Sí, alivio, como si le hubiesen quitado una losa invisible que llevaba sobre los hombros y que le impedía levantar la cabeza; como si por fin pudiera comenzar a mirar al mundo de frente, sin miedo. Su abusador había muerto. La persona que más dolor le había causado en el

mundo había desaparecido, con lo que eso conllevaba para ella. Adiós al miedo. Al asco. Al nuevo dolor renovado en cada visita.

Tras cortar la comunicación con su padre le pregunté si estaba bien. Me dijo que sí; pero todavía sigo sin creerle. No podía leer la expresión que mostraba su rostro; fue como si se hubiera replegado en sí misma. Se alejó de mí y se internó en el viejo almacén en donde guardamos por un tiempo los cuadros que exhibíamos. Y allí la encontré, en la penumbra, perdida en sus propios pensamientos. Cuando volví a preguntarle si estaba bien, recibí la misma respuesta. Ya no lo hice más porque pude entender a la perfección su necesidad de recolocarse; de desencajar y volver a encajar las piezas del rompecabezas que era su cabeza, que eran sus recuerdos. De poner cada cosa en su sitio para volver a salir a un mundo en el que había desaparecido su principal amenaza. ¿Cómo se aprende a vivir sin miedo, en libertad?

Como consecuencia de esa catarsis que estaba viviendo, de alguna manera surgió una nueva Shannon, más libre, más desinhibida, más entregada. Lo que ocurrió en aquel destartalado almacén fue tan especial, tan único que aún hoy, después de las semanas que han transcurrido, mi piel se eriza al rememorarlo. Fue un acto lleno de amor, de entrega, diría que de magia... Apenas nos tocamos. Apenas nos rozamos lo imprescindible. Hicimos el amor, sí, pero nuestros ojos mantuvieron un diálogo mucho más intenso que el de nuestros cuerpos. Un breve puñado de

La Musa de FibonacciDonde viven las historias. Descúbrelo ahora