8 AURELIO

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Ver el nombre de mi hija en la pantalla del teléfono móvil hace que contenga la respiración. Por regla general, no ocurriría nada; siempre hemos estado muy unidos y, a menudo, me llama simplemente para preguntar cómo me encuentro o cómo se encuentra su madre. Pero desde hace unos días hay un tema que nos preocupa a ambos. Y sé que ella iba a verse con ese inspector de policía, Leo Tugler.

Soy muy bueno en calar a las personas tan solo con un primer vistazo; los veo y sé si puedo confiar en ellos o no; de qué pie cojean o cuál es su punto débil. Pero con el inspector... Vi en él a un hombre íntegro, capaz, incisivo... y también peligroso. Sé que, si hay alguien que puede llegar a destapar lo que en realidad ocurrió aquel día, es él; ese día en el que ese hijo de mala madre, que una vez fue mi cuñado, se encontró cara a cara con su Creador.

Pulso el botón y respondo.

—¡Hija! —exclamo tratando de que no se note la preocupación que siento.

Hola, papá —me dice. Por su tono de voz ya sé que algo no marcha bien. Es algo que tenemos los padres; siempre sabemos cuándo a nuestros cachorros les ocurre algo.

—¿Ha pasado algo? ¿Estás bien?

La oigo chascar la lengua.

¿Vas a estar en casa?

Asiento sin pensarlo.

—Sí, sí. Claro.

¿Me invitas a comer?

Sonrío de forma inmediata.

—No necesitas invitación, cielo. Aunque ya no vivas aquí, esta sigue siendo tu casa. —Ella suspira y ese sonido no me indica nada bueno. Antes de que pueda decir algo más, mi impaciencia habla por mí—. ¿Qué quería el inspector? Porque habías quedado con él, ¿no es cierto?

—me responde sin paliativos, tal y como es ella. Lo ha heredado de mí y estoy sumamente orgulloso de ello.

—¿Y?

Voy para allá, papá. Hablamos en un rato.

Muy despacio, dejo el teléfono sobre la mesa de mi despacho y lo miro, como si hacerlo me ofreciera la imagen de mi hija con ese policía; como si se tratara de una bola de cristal en la que asomarme a lo que no puedo presenciar.

Tengo muy claro que, en cuanto ella llegue, me lo va a contar todo. No hay secretos entre nosotros, pero hasta que lo haga, mi cabeza no parará de elucubrar posibles argumentaciones y escenarios. Puede parecer una pérdida de tiempo y de esfuerzo, pero durante toda mi vida esto me ha ayudado a adelantarme a los acontecimientos. Alguien podría decirme que soy una persona calculadora y yo no se lo negaría. Para mí no es un rasgo negativo; por eso he llegado hasta donde estoy, por mirar más allá que los demás. Y es lo que pienso hacer con el asunto del entrometido inspector Tugler.

Mi hija llega tan solo media hora después. En su rostro veo que no trae buenas noticias. A pesar de ello, no quiero atosigarla ni transmitirle la sensación de que estoy ansioso por enterarme de qué se trata. Me da un beso en la mejilla y se cuelga de mi brazo, como suele hacer siempre. Sonríe, pero puedo apreciar que la sonrisa apenas llega a sus ojos.

—Ven, vamos al jardín a charlar. Hace un buen día —le digo. Y ella no se niega. Sigue mis pasos y salimos.

Fuera, el olor de la hierba recién cortada lo impregna todo. Caminamos en silencio hasta el banco que está colocado a la sombra de un gran árbol y nos acomodamos allí.

—He estado hablando con el inspector Tugler —suelta mi hija sin que yo tenga que preguntarle. Me preocupa la seriedad que veo en su semblante. No presagia nada bueno.

La Musa de FibonacciDonde viven las historias. Descúbrelo ahora