EPÍLOGO

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Llevo una semana queriendo hacer esto; una semana desde que a comisaría llegó la noticia de un accidente en la montaña de Montserrat y que el conductor, un reconocido artista que acababa de exponer sus obras, había perdido la vida en él. Fue cuando supe de quién se trataba.

Tuve que hacer un esfuerzo para no ir a verla ese mismo día. He pagado un alto precio por no hacerlo; muchas noches sin dormir pensando en cómo se encontraría. Y ahora aquí estoy, delante de la puerta del domicilio de Aurelio Merchán, paralizado y sin saber si debo tocar el timbre o no.

Aún puedo dar media vuelta y marcharme por donde he venido, pero necesito verla; necesito saber cómo está y ofrecerle todo el consuelo que sea capaz. ¿Soy un iluso? Sí, tal vez lo sea.

Tomo una bocanada de aire justo antes de pulsar el timbre. Al instante, un sonido musical me llega desde la lejanía. Ya no hay vuelta atrás.

No tengo que esperar mucho para que el portón se abra. Sujeto con fuerza la carpeta que sostengo en una de mis manos mientras trato de desentumecer los dedos. Entonces, oigo unos pasos al otro lado y, al instante, una mujer, que debe rondar los cincuenta, me mira con ojos inquisitivos.

—¿Sí? ¿Qué es lo que desea? —pregunta.

—Me gustaría ver al señor Merchán —requiero con educación.

La mujer desvía la vista hacia el interior de la vivienda y arruga un poco los labios.

—¿Quién le digo que ha venido?

—Soy Leo Tugler. El señor Merchán me conoce.

La asistenta da un paso atrás y se hace a un lado a la vez que describe un movimiento con su brazo izquierdo. No he querido poner la palabra inspector delante de mi nombre. Por primera vez, no vengo a esta casa en calidad de policía.

—Entre, por favor. Veré si el señor está disponible.

Asiento antes de pasar al interior. El vestíbulo está en silencio y no aprecio que haya nadie en las habitaciones a las que da acceso.

Con un leve cabeceo, la mujer se disculpa y enfila hacia donde sé que se encuentra el despacho de Aurelio Merchán.

Giro sobre mis talones con la secreta esperanza de poder verla. Sé que después del fatal desenlace de su novio se ha refugiado en casa de sus padres, algo totalmente comprensible. Aquel apartamento debe de traerle recuerdos duros de todos los momentos que compartieron.

Noto como si me hubiese tragado una gran bola de pelo, o como si un puño de acero estuviera estrujándome las entrañas. El deseo que siento por verla crece por momentos y mi impaciencia, algo que debería saber manejar a la perfección, amenaza con superarme.

Oigo pasos a mi espalda y me doy la vuelta. La misma mujer que me dio la bienvenida regresa hasta donde estoy.

—El señor Merchán lo recibirá en su despacho —anuncia con una solemnidad fuera de lugar.

Asiento y, sin más, la sigo por el camino que ya conozco de ocasiones anteriores.

Con la misma ceremonia con la que me ha acompañado, la mujer me deja ante el umbral y se retira. Tomo aire antes de llamar con los nudillos y, sin esperar una respuesta, abro.

Aurelio Merchán aguarda al otro lado del escritorio, sentado en su sillón como un rey en su trono. Lo saludo con la cabeza y doy unos pasos hacia el interior sin molestarme en cerrar la puerta tras de mí.

—Buenos días, inspector, ¿qué lo trae por aquí? —pregunta sin paños calientes.

En ninguna de las ocasiones en las que me he entrevistado con Aurelio me he sentido tan nervioso como ahora mismo. Alzo un poco la barbilla y trago saliva para humedecer la garganta, que en este momento siento seca.

La Musa de FibonacciWhere stories live. Discover now