17 AURELIO

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El zumbido del teléfono me sobresalta. Dirijo la mirada hacia él y en la pantalla veo un número que no tengo añadido a los contactos, pero algo en mis entrañas me dice quién está detrás.

Decidido, respondo.

—¿Sí?

—¿Señor Merchán?

Sé que mis suposiciones fueron las correctas en cuanto oigo la voz.

—Buenos días, inspector Tugler —le digo con toda la calma de la que soy capaz.

Señor Merchán, necesito hablar con usted.

«Y yo con usted», pienso, pero me muerdo la lengua.

—Pues usted dirá —comento, en cambio, mientras me reclino en el cómodo asiento de cuero, que cruje un poco bajo mi peso.

Preferiría hacerlo en persona. En la comisaría.

No puedo negar que me ha preocupado escuchar que quiere verme en las dependencias policiales, pero no puedo demostrárselo bajo ningún concepto. Tomo aire y levanto el rostro para fijar la vista en la pared opuesta de mi despacho, como si él estuviera frente a mí. Nunca bajo la guardia. Por ningún motivo. Ni aunque esté solo. Eso lo aprendí desde muy joven: los ganadores no felicitan al bando contrario cuando ha jugado bien. Otra cosa que aprendí fue que, si te metes en problemas, debes buscar el punto débil de la otra parte, encontrar lo que más ama y utilizarlo en tu favor, que es lo mismo que decir utilizarlo en su contra. Eso es lo que me dispongo a hacer.

—¿Está tratando de decirme que es una citación oficial?

Él tarda un poco en contestar.

No, no lo es —dice finalmente. Y percibo un poco de fastidio en su tono.

—Entonces, si no le importa y si quiere hablar conmigo, venga a verme a mi oficina. Tengo demasiado trabajo y muy poco tiempo. A mi edad uno ya no puede ir perdiéndolo en nimiedades. ¿No está de acuerdo, inspector Tugler?

Oigo cómo toma aire por la nariz. Debe de resultarle muy frustrante no poder imponerse sobre mí. Lo entiendo; yo me sentiría igual. Es por eso por lo que, por ahora, respeto a Leo Tugler... hasta que me cuente ese as que tiene en la manga. Si todo sucede como imagino, yo le mostraré el mío.

Así funcionan las cosas.

Estoy de acuerdo —me dice finalmente—. ¿Le viene bien que esté allí en un par de horas?

—Una hora —replico cortante. Quiero que sepa quién lleva las riendas.

Está bien. Una hora —acepta de inmediato—. Hasta dentro de un rato, señor Merchán.

Cuelgo la llamada y me demoro unos segundos en observar la pantalla del teléfono hasta que se vuelve negra. Dejo el aparato junto a los papeles en los que estaba trabajando y fijo la vista en el sobre marrón que tengo a mi izquierda y que me trajo esta mañana el Argelino.

Parece que mi amigo sabe leer el futuro. Si todo va bien, lo que contiene me ayudará a tener a Leo Tugler en mis manos.

El inspector llega con puntualidad británica. Eso es algo que me gusta; no soporto a las personas que, para dárselas de importantes, hacen esperar a los demás sin ningún motivo. Que el policía haya llegado a la hora indicada me arranca una sonrisa de satisfacción.

—Señor Merchán —me saluda desde el otro lado de mi escritorio mientras me tiende la mano, gesto que yo correspondo sin levantarme.

Cuando la suelto, señalo al sillón que está frente a mí.

La Musa de FibonacciDonde viven las historias. Descúbrelo ahora