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Desde que Shannon me pidió hacerse cargo de la preparación de la siguiente tanda de fotografías, los días han sido un poco caóticos.

Ella no sabe hacer nada a medias tintas; no puede involucrarse solo un poco. Como siempre, se entrega al mil por cien, se deja la piel, el aliento y hasta el sueño para que todo salga según su gusto. Yo no tengo nada que objetar ante eso, pero si soy sincero conmigo mismo, debo admitir que me he sentido un poco relegado.

Cada vez que le he preguntado qué se traía entre manos, ella me ha respondido con una sonrisa a medias, un guiño y, a veces, con un efímero beso que me ha dejado más intrigado de lo que ya estaba.

Estos días en los que ella está más ausente, el silencio me incomoda. No deseo escuchar todo lo que hay dentro de mi cabeza; a veces son voces ininteligibles que me susurran. Me desvivo por tratar de descifrarlas, pero tengo que darme por vencido; solo me queda esa sensación de desasosiego, de saber que me falta mucho, que debo esforzarme para sacar de dentro de mí algo que siento que aún está aletargado.

El apartamento, sin Shannon, es más triste, más lúgubre y más silencioso, igual que me siento yo, y eso se ve reflejado en mi pintura. Me retiro un poco del lienzo en el que estoy trabajando para verlo en conjunto. La luz de la tarde aún es buena y tenía todo a mi favor para haber realizado algo medianamente decente, pero no me siento satisfecho con la sensación que me devuelve; no transmite nada. Es una imagen vacía, sin vida. Sin alma.

Mis ojos recaen en la parte trasera de uno los cuadros que descansa en la pared, tapado a medias por otros. Sé a la perfección cuál es porque, desde que lo pinté, lo he admirado en varias ocasiones; es aquel en el que Shannon recrea el cuadro de Dalí. Mi Leda atómica. Mi musa.

Me levanto y voy hacia él, retiro los trabajos que lo ocultan y le doy la vuelta para poder verlo con claridad. No puedo evitar que una sonrisa se dibuje en mis labios al admirar la figura de Shannon; cada curva de su cuerpo, cada sombra y cómo esas dos alas gigantes, que sobresalen de su espalda, dominan la composición.

—No sé si podré hacer algo mejor que esto —digo en voz alta y chasco la lengua, un poco decepcionado conmigo mismo. Si muriera hoy mismo, si tuviera que desaparecer y ser recordado por alguna obra, sería por esta, estoy seguro.

El timbre del teléfono me hace dar un respingo. Suelto el cuadro en su lugar y me acerco a la mesa, en donde he dejado el móvil hace un buen rato.

Antes de contestar, la pantalla ya me dice que se trata de Shannon.

—Hola —respondo mientras me acerco a la ventana, como si ella estuviera aguardándome tras los cristales. Por supuesto, no es así.

—¿Ocupado?

Me encojo de hombros y miro el lienzo que descansa en el caballete y que, estoy seguro, acabaré por cubrir de blanco para hacer desaparecer lo que hay pintado sobre él.

—No demasiado. Lo cierto es que estoy bastante aburrido.

—¿Aburrido sin mí?

El tonillo divertido de su voz me hace sonreír sin proponérmelo.

—¿Quieres que te regale los oídos, princesa?

—No estaría mal.

Acabo claudicando. Cuando se trata de una petición de Shannon, siempre llevo todas las de perder.

—Muy aburrido sin ti, sí. Te echo de menos. Mucho.

—¿Ves? Eso me gusta.

Casi como si mis pies tuvieran vida propia, me dirijo hacia el sofá y me dejo caer en él.

La Musa de FibonacciDonde viven las historias. Descúbrelo ahora