🌌CAPÍTULO 9🌌

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Llegar al parque fue una de las cosas más complicadas para mí esa semana. Saliendo de casa, vi el panorama algo pesado porque en muchas de las esquinas habían oficiales, cosa que me pareció tan sinsentido como exagerado. Con la ayuda de mi sudadera negra con gorro, la oscuridad absoluta de la noche y unos cuantos callejones con olores raros, llegué a estar cara a cara con el alto muro del parque.

Vi, una vez más, lo que parecía ser ese grafiti dibujado en el muro que estaba algo demacrado, con moho y lianas colgando de arriba. Tenía la intención de curiosear porque a mis costados no parecía haber alguien, así que aparté las lianas para ver mejor el grafiti.

De seguro años pasaron desde que se dibujó allí, porque los colores claros eran menos visibles y los tonos oscuros se ligaban entre sí, y con ayuda del moho también fue imposible reconocer más que estaban los rostros de varias personas. Habían tres personas dibujadas arriba, eran sus rostros y cada uno tenía diferente género y edad, o eso parecía. Debajo, otros tres rostros ocupaban la pared, pero éstos ya eran irreconocibles, incluso en las facciones, como para predecir siquiera su género.

Escuché pasos acercándose y en menos de lo que pude reaccionar, unas hojas crugieron detrás de mí y por inercia me giré. No había absolutamente nadie, pero teniendo en cuenta que la entrada del parque estaba cerca de muchos lugares públicos, incluida la estación de policías, tuve temor de que alguien estuviera andando por ahí a esas horas o simplemente fuese un guardia. Apenas sí tenía dos árboles al lado de la reja del parque, pero no serían suficiente para esconderme; debía entrar ya.

Lancé mi mochila hacia el otro lado del muro y me dispuse a subirme en él, pero tal vez fue la mala suerte o que escuché más pasos y un terrible «¡Oye!», que perdí el control de mis propias manos y pies y terminé resbalando sin poder aguantarme. La caída al suelo no sería increíblemente alta, como mucho me rasparía, sin embargo por el momento grité hasta que llegué al suelo.

O no.

Esperen.

Había caído pero... ¡no me dolía el trasero!

¿Entonces...?

—¿Las princesitas desde cuándo caen del cielo?

¡Galen!

Mis ojos se abrieron, adaptándose a lo que veía y en menos de segundos comprendí que, de una manera asombrosa, Galen me tenía en brazos como si fuese nuestra boda y no dejaba de mirar a mi mentón; o eso creía yo que miraba. Desde el punto donde lo veía, sus ojos verdes se volvían radiantes y llamaban mi atención, robaban mis pensamientos y me hacían ver cada detalle de su iris, del tunel que era su pupila y del color oliva. «¿Cuándo podré dejar sus ojos en paz, si amo verme reflejada en ellos?», me preguntaba, curvando mis labios en una sonrisa de tranquilidad cuando me dejó en el suelo.

—Qué genial llegar a un lugar y que te caiga una chica linda en los brazos, ¿no? —bromeó, ladeando la cabeza y mirándome desde arriba porque yo era enanita—. Da igual. Bienvenida, Kaelita.

Fruncí el ceño unos segundos hasta que me agarró la risa y, por un impulso indeseado, me acerqué a él y me puse de puntitas para besarle el cachete, siendo ésa la segunda vez que lo hacía. En ciudades como en la que vivía antes y ésta, se solía saludar con un beso en el cachete, pero yo no estaba tan acostumbrada a saludar, entonces hasta a mí me tomó por sorpresa. Me quedé de piedra al alejarme con una sonrisa angelical y ver a Galen con la mirada perdida, como si le hubiera dado un trance o estuviera asimilando un problema; la sonrisa se me borró, pensando en que hice mal.

Las mejores historias terminan trágicamente ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora