18|Sí, yo quería ser esa mujer.

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Diana.

Pues de que tengo asegurado un diez en Anatomía Humana, no tengo asegurado un diez en Anatomía Humana, pero es un pendiente menos.
Después de que Tom se fuera de mi casa me dieron ganas de tirarme de un puente, comencé a recapitular cada momento que hemos tenido y siempre llego a la misma conclusión. Estoy idiotísima. Y todavía más por lo que estoy a punto de hacer.

Cuando llego a mi apartamento todo luce tal y como lo dejé antes de irme, la única diferencia es el hombre sentado en mi sofá. Bill Kaulitz está vestido completamente de negro, no lleva maquillaje y mira su teléfono mientras se ríe de algo. Dejo la bolsa de las cosas que he comprado en la mesa y en cuanto escucha el ruido levanta la vista hacia mí y sonríe.

—¿Cómo entraste? —le pregunto, dejando mi chaqueta en el pequeño perchero de la izquierda, Bill se levanta del sillón y se acerca a mí.

—¿No te dije que en mi vida pasada fui un ladrón? —comenta con un sonrisita divertida, hace una pistola con sus manos y empieza a moverse como un espía. Ve que no me da gracia y se encoge de hombros—. Da igual, ¿qué nos trajiste?

Le arrebato la bolsa de inmediato, Bill entrecierra los ojos y alterna su vista entre la bolsa y yo. Yo finjo demencia.

—Dian, ¿qué llevas ahí?

—¿Quieres algo de comer? Porque estaba pensando en hacer unas tortitas —me llevo la bolsa conmigo y me dirijo a la cocina, dónde aún sin soltar la bolsa empiezo a sacar los ingredientes de mi refrigerador.

Bill aparece por la puerta y me da una mirada significativa, extiende su mano y procede a abrir y cerrar sus dedos para que le muestre lo que llevo. Bueno, de todos modos se iba a enterar.
Suspiro y dejo caer con fuerza la bolsa contra la encimera, Bill se acerca y yo empiezo a sacar las sartas de tonterías que he comprado. Cajas, cepillo, un cuenco, guantes, pinza, y ya estoy viendo mi vida pasar frente a mis ojos cuando Bill posa sus ojos sobre mí y niega varias veces sin poder creer lo que ve.

—No, no, no —suplica, tocando cada producto.

—Sí, sí, sí —lo imito, mientras me llevo las manos al pecho y doy brinquitos emocionados.

—Dian —me arrebata la caja de tinte rubio de las manos. ¡Sorpresa, gente! Me voy a hacer rubia—. ¿Estás jodidamente loca o qué? ¿Cómo? No, no. No te voy a dejar arruinar tu vida.

Sí, puede que esté ya un poquito safadita, pero es que con tantos traumas no espero llegar cuerda ni a los treinta.
Anoche, después de platicarlo con la almohada y mis tres neuronas funcionales, me decidí a pintarme el cabello. En fin, mi primera opción era pelirrojo, luego pensé que tal vez algo más exótico como amarillo canario, y al final dije «¿Y cómo me quedará el rubio?». Dejémoslo en que esto es como un experimento social.

—Dian, no —me arrebata la caja del tinte justo cuando la estoy abriendo con una sonrisa maníaca. Ya intérnenme, por favor—. Si estás haciendo esto por Tom...

—Blah, blah, blah, no te escucho —intento abrir otra de las cajas—. Mira, ya que estás aquí vas a ayudarme para pintarlo, si acaso me arrepiento también compré tinte café y negro.

—No necesitas hacer esto, Dian —murmura, su expresión se ha vuelto triste—. Él no va cambiar de parecer sólo porque tu color de cabello cambie. Si Tom fuera un poquito inteligente, no le importaría en absoluto el color, el largo, el ancho o lo alborotado. Si lo haces, vas a darle la razón a él. ¿Queremos darle la razón a Tom?

Niego repetidas veces con mi cabeza y él sonríe.

—Buena chica —me quita todos los tintes, mientras yo intento volver a tomarlos entre mis manos. Mis preciosos...—. Ahora, ve a hacer esas tortitas.

Al diablo las rubias. 「𝐭𝐨𝐦 𝐤𝐚𝐮𝐥𝐢𝐭𝐳 」Where stories live. Discover now