26| Pasar de los años.

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Cinco años habían pasado desde que el imperio había comenzado a desmoronarse bajo el peso de la tiranía de Humasah

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Cinco años habían pasado desde que el imperio había comenzado a desmoronarse bajo el peso de la tiranía de Humasah. Las calles de la capital, que alguna vez fueron vibrantes y llenas de vida, ahora estaban marcadas por la desesperación. Los rostros de la gente eran sombras de lo que alguna vez fueron, delgados, pálidos y llenos de preocupación. El hambre había hecho estragos, y las familias enteras luchaban por sobrevivir día a día, mientras el lujo y el derroche continuaban en las paredes doradas del palacio.

El puerto, que solía ser un bullicioso centro de comercio y actividad, ahora estaba dominado por la vigilancia de los jenízaros. Soldados bien armados patrullaban las áreas de desembarque, supervisando cada barco que llegaba, revisando documentos y requisando bienes. Cualquier señal de desacato o insurrección se encontraba con castigo inmediato. La atmósfera era tensa, cargada de un miedo constante que se respiraba en el aire.

Una bruma espesa se cernía sobre el puerto cuando un barco de velas oscuras se acercó silenciosamente a la costa. Era un barco como cualquier otro, pero su llegada no pasó desapercibida para los jenízaros. Mientras el barco anclaba, una figura encapuchada bajó lentamente por la pasarela de madera, seguida de cerca por varios hombres y mujeres, todos igualmente encapuchados. Los soldados se acercaron, pero algo en la presencia de esa figura los hizo vacilar, aunque fuera por un momento.

La mujer pelirroja que lideraba al grupo avanzó con un paso seguro, su capa oscura ondeando ligeramente con la brisa marina. Los jenízaros la observaron con recelo, sus manos descansando sobre las empuñaduras de sus espadas. Cuando la figura se acercó lo suficiente, uno de los soldados levantó la mano, exigiendo la identificación de los recién llegados.

—Alto, identifíquese —ordenó el jefe de los jenízaros, su voz cortante y autoritaria.

Hurrem descendió del barco con la capucha cubriéndole el rostro, su figura imponente avanzando por el puerto sin detenerse. Ignoró al jenízaro que le exigía identificación, su voz quedando ahogada en la brisa salina. Los pasos firmes de Hurrem resonaron en la madera húmeda del muelle mientras se adentraba más en la ciudad. A medida que caminaba, la realidad de lo que había sucedido en su ausencia se hizo dolorosamente evidente.

Las calles, que una vez fueron un hervidero de vida y comercio, ahora estaban marcadas por la miseria y la desesperación. La gente que alguna vez la saludaba con sonrisas y bendiciones ahora caminaba cabizbaja, sus rostros consumidos por la tristeza y la angustia. Hurrem observó a una anciana sentada en la acera, vendiendo lo poco que le quedaba, sus ojos apagados y sus manos temblorosas. Un hombre apoyado en una pared desvencijada apenas tenía fuerzas para mantenerse en pie. Hurrem vio a niños desnutridos que se aferraban a las ropas raídas de sus madres, sus rostros marcados por la desesperanza.

A lo lejos, un tumulto llamó su atención. Un jenízaro intentaba arrancar a un niño de los brazos de su madre. La mujer suplicaba, con lágrimas en los ojos, que no le arrebataran a su hijo, pero el soldado permanecía implacable. La gente alrededor solo miraba con lástima, incapaz de intervenir, susurros de impotencia llenando el aire.

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