4. En busca de Alma

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Fuimos en silencio. Mi abuelo manejaba tan rápido que las luces de la calle parecían estrellitas fugaces. Yo miraba por la ventana, extrañamente desconectada de toda la situación, me sentía como en un sueño, cada vez flotando más y más. Mi abuelo me agarró los pies y los trajo de nuevo a la tierra.

— ¿Contestó?—.

Marqué de nuevo.

—No—.

Nadie dijo nada. El silencio era ensordecedor y por sí sólo, hablaba de nuestra preocupación. Traté de invocar el otro tipo de silencio. No el de las calles a media noche, ni el cesar de murmuraciones, si no el silencio del corazón que ahuyenta el miedo de un futuro todavía inexistente. Ese silencio que fortalece, que hace frente al presente que hasta a veces, parece sobrenatural.

La casa de Alma, una vez tan elegante y bonita, ahora parecía la casa del terror. En sus buenas épocas había sido la más hermosa de todo el barrio, no sólo por la arquitectura, sino por el cuidado que recibía. Tenía un aire hogareño que pocos lugares (especialmente en nuestros tiempos), logran tener. Ahora, la casa parecía abandonada, a pesar de no estarlo. Las escaleras estaban sucias, las cortinas permanecían cerradas, no había un aura de bienvenida.

Mi abuelo estacionó el carro afuera de las rejas. Estas estaban sucias, despintadas dándole a la casa un aire de castillo triste. Uno silencioso y misterioso, que además de albergar memorias melancólicas, escondía temibles monstruos.

—Bueno se nota que Doña Tití está mal, esta casa parece una mansión embrujada— entonó mi abuelo.

—Que inoportuno tu comentario— comenté, aunque había estado pensando exactamente lo mismo.

Y nos reímos. Pero eran de esas risas nerviosas, vacías, de aquellas que pasan porque el diablo está cerca. Mi abuelo y yo estuvimos sentados un rato en el carro, en silencio, sentía que me estaba preparando para algo, ¿pero para qué? No sé. Capaz esta excursión nocturna sería otra aventura sin sentido como las tan afamadas de Don Quijote y Sancho Panza. ¿Quién sabe?

— ¿Bueno vamos?— le pregunté.

—Te sigo— me respondió.

Al salir del carro me atacó la nostalgia. Cuantas tardes de ocio habíamos disfrutado en aquella casa. Nos había visto crecer y, ahora, capaz estaba como nosotras. Más vieja, más descuidada, no siendo todo lo que podía ser. Viviendo el día a día, muy a menudo, simplemente sobreviviendo. Toqué el timbre, como un saludo a la bandera, sabía que nadie respondería. Miré a mi abuelo, esperando que me diga qué hacer.

—No contestan— le dije. Me sentía extraña, francamente tonta, por estar parada a las tres de la mañana afuera de la casa de Alma.

—Sí, lo noté— contestó sarcásticamente mi abuelo. Miré a las estrellas. El cielo estaba inusualmente despejado. Como nunca en esta ciudad de nubes, se veían las estrellas con tremenda claridad.

—Pero nadie contesta— volví a repetir.

— ¿Y te vas a ir porque nadie contesta?—.

Y sí, bueno...no, pensé. No sé. Miré a las estrellas de nuevo. Y en vez de verlas grandes e intimidantes... y sentirme insignificante como suele pasar... sentí todo lo contrario. Las vi inertes, sin vida, incapaz de salir del rumbo ya trazado para ellas, condenadas a seguirlo para toda la eternidad. Tan diferentes a mí. Yo las observo y ellas son observadas. Más importante, yo no estoy sujeta a un rumbo trazado, mi destino no se calcula matemáticamente. De la nada, recordé cuando la abuela Tití, hace años, nos dijo:

—Chicas si alguna vez se quedan afuera hay una llave aquí, en esa casita de pájaros, en el árbol más grande de toda la cuadra. Nadie sabe que está ahí, sólo nosotras, es para emergencias—. Pero se quedó en secreto porque nunca lo volvimos a mencionar, ni usamos esa llave. ¿Después de tantos años estaría todavía ahí? Comencé a calcular la altura de los árboles a lo largo de la cuadra. Era una de esas memorias que te envuelven a tal punto que el pasado toca el presente. Como en una nebulosa recordé cuando nos lo dijo.

— ¿Sabes?, el tiempo pasa, Amalia, no estamos en este mundo eternamente —habló mi abuelo. No respondí porque estaba muy atenta.

—Vaya que miras al cielo con paciencia de astrónoma— continúo. Él no estaba acostumbrado a ser ignorado.

Sé que lo dijo como una observación, pero lo tomé como algo premonitorio.

— Ya sé, ya sé abuelo, estoy pensando... —.

Era difícil ver cuál era el árbol más alto.

—Ayúdame a ver que árbol es el más grande— le pedí a mi abuelo, sintiéndome un poco ridícula, pero de ahí, ¿quién no se ha sentido ridícula por lo menos una vez en la vida?

— ¿Qué?—.

— Sí, necesito saber cuál es el árbol más grande de toda la cuadra—.

No me preguntó el por qué y se sentó a mi lado a calcular el tamaño de los árboles. Capaz eso era parte de ser anciano y sabio, saber en qué momento preguntar y en qué momento no hacerlo.

Éramos como Don Quijote y Sancho Panza. Ellos eran dos amigos bastantes disparejos. Uno flaco y alto, el otro gordo y panzón, uno idealista y el otro práctico, ambos buenos personajes. Casi así de diferentes éramos mi abuelo y yo, pero ambos teníamos el corazón de Don Quijote. Los héroes, por más cómicos que sean, hacían mucha falta. Con cierto desánimo me di cuenta que este era un mundo triste. Habían aventuras, muchas, pero pocos aventureros y mucho menos héroes. Muchos tenían corazón de héroe, pero no lo sabían, y se negaban a serlo, y vivían en el melancólico sinsabor de la monotonía, y esto creo yo, traía mucho sufrimiento. Me incluía en este grupo, quería no ser así, pero no sabía cómo... Era difícil ser un Quijote en este mundo, capaz por eso...

— ¡Ese! Es el más alto que veo yo— apuntó mi abuelo al cuarto árbol de la cuadra interrumpiendo mis pensamientos.

El árbol era bastante frondoso. Subí al árbol. Tenía miedo de pisar en falso, pero era un árbol viejo, con tronco y ramas gruesas. En eso vislumbré la casita. ¡Existía! Rojita y rota, completamente olvidada y tal como la recordaba. Ojalá estuviese la llave, si no, tendría que llamar al cerrajero. Ahí estaba. Sucia, vieja, oxidada, pero estaba. Se la mostré a mi abuelo triunfalmente. Al bajar la mirada desde lo alto del árbol, sentí el vértigo. Sin darme cuenta, en ese momento, conquisté un miedo. Al final, si no fuese hoy, sería mañana que tendría que saludar a la muerte. Y no sé qué cara tendría ella, pero sea cual sea, quisiera recibirla de igual a igual, con una sonrisa en mi rostro.

—Baja, anda, búscala— dijo mi abuelo. Y como buen soldado le hice caso al capitán. 

Entre el Silencio y las LágrimasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora