7. La llegada

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Escuchaba risas, muy alegres, hasta el punto de parecer burlonas. Una voz era honda, un poco hosca y masculina. La otra voz era indudablemente la de Alma. Sentí un viento cálido, me acariciaba el rostro y delicadamente me desordenaba el pelo. Estaba echada en el pasto con el cuerpo letárgico. Me sentía como cuando recién te levantas y no te puedes mover, especialmente después de haber hecho mucho ejercicio el día anterior. Me costó abrir los ojos, pero cuando lo hice, vi una luz que cegaba. Después de un momento logré acostumbrarme. Cuando los abrí bien pude ver la cara de Alma, alegre, sonriente, con el pelo cubriendo parte de su cara pecosa y más rubio que nunca. Pero sólo la vi a ella, ¿quién era la otra persona que se reía? No la podía ver, pero intuía que estaba ahí. Me senté; volteé, aturdida. Estaba en una especie de bosque con árboles altos y frondosos. Era un lugar francamente hermoso. Mientras observaba mi alrededor, Alma se había alejado poco a poco, riéndose no sé con quién y no sé de qué. La veía a lo lejos, en su vestido blanco, su favorito, el que se ponía para los días de playa, el mismo que había usado esa noche. ¿Con quién se reía tanto? Escuchaba la risa pero no veía al hombre. Ella se veía más hermosa que nunca. Su cabello, antes un rubio pálido, ahora brillaba, intensamente dorado. Lo tenía más largo, pasando la cintura, como ella siempre lo había querido. Su cabello enmarcaba su cara iluminada y se matizaba perfectamente con su piel al mismo tiempo que resaltaba sus ojos oscuros y rasgados. Siempre había sido delgada, un poco raquítica, pero ahora estaba diferente, se le veía delgada pero fuerte. Un mero mortal la hubiera confundida por Artemisa.

— ¡Alma!— le grité mientras se alejaba.

Al voltear su pelo fluyó, como una capa, como si fuese hecho de aire. Se veía hermoso, pero tan fuera de este mundo que la verdad me asustó un poco. Me lanzó una sonrisa pícara. Comenzó a correr y yo la seguí, era como si fuésemos niñas de nuevo. Ella corría rapidísimo pero con tanta gracia y delicadeza que pareciese que flotara. Y sí, Alma siempre tuvo piernas largas, pero ahora sentía que las tenía larguísimas, porque no importaba que tan rápido corría yo, no la podía alcanzar.

— ¡Alma espérame! ¡Alma!—.

Ella volteó sólo para sonreír. Luego siguió corriendo. Yo la seguí. No me iba a quedar atrás. No era de rendirme fácil y menos ahora. Me comenzó a transpirar el cuerpo, me dolían las piernas, sentía el ácido láctico en mis muslos pero seguí avanzando. Ella se movía ridículamente rápido. Sus brazos descubiertos se perdían entre los árboles y habían momentos en que yo la perdía de vista y cundía en la desesperación, para luego vislumbrar un trozo de su pelo o de su vestido. Ella no transpiraba, no se le notaba cansada, no estaba despeinaba y su respiración era continua, no agitada como la mía.

— ¡Alma más despacio! ¡El corazón no me da!—.

Por fin la alcancé, o se dejó alcanzar. No sé, pero no importa. Le agarré la muñeca y me sorprendió la suavidad de su piel. Ella me dijo:

— ¡Regresa!—.

— ¿Regresar?—.

Me dio la espalda y se fue. Me quedé helada.

— ¡ESPÉRAME!— le grité, molesta. ¿No se daba cuenta que teníamos que irnos las DOS? Alma, a veces, era demasiado inmadura. Tomaba todo a la ligera. ¿No se daba cuenta que esto era serio? No sabíamos dónde estábamos. Teníamos que irnos. No me importaba el cómo, sólo quería hacerlo. Intuitivamente sabía que teníamos que regresar al mismo punto donde habíamos llegado. Sabía que era una especie de portal. Solo era regresar ahí y esperar a que la magia decidiera hacer su trabajo de nuevo.

De pronto, los árboles se hicieron cada vez más pequeños y esparcidos entre sí. El bosque terminó dando pie a una playa hermosa, con aguas cálidas y tranquilas. Eran las playas más bellas que había visto. Alrededor nuestro habían montañas verdes y floridas... era como estar en algún lugar hermoso de la tierra, pero al mismo tiempo no estarlo, porque esto era más bello, irrealmente magnifico. No habían personas, aquí el verde era más verde, el azul más azul... y en medio de toda esta naturaleza estaba Alma... al borde del mar...pisando el agua turquesa y transparente... tranquila... pensativa. Su vestido blanco intacto y ella, a pesar de haber corrido, sin una gota de sudor.

— ¿Cansada?— me preguntó cuando llegué hasta su costado.

—No puedo más— dije entre suspiros.

—Jajaja—.

Yo estaba agachada, con las manos en las rodillas, goteando de sudor y luchando con cada respiro. Alma todo lo contrario. Estaba parada, con un porte elegante, enfrentando el horizonte o el destino (o capaz ambos), con un mirar despierto, aunque un poco despistado (como de costumbre). Me molestaba la forma despreocupada con la que recibía toda esta situación.

—No, jaja, no. Vámonos ya— entoné con voz decidida.

—No Amalia, regresa tú, yo no voy—. Entonces me enfadé. Ahora no se quería ir. Francamente, siempre teníamos esta conversación. Ella siempre se quería quedar un ratito más en el parque, un ratito más en la fiesta, un ratito más en el gym, un ratito más en la cama. Eso siempre me había molestado de ella. No se daba cuenta que había que terminar las tareas, entregar trabajos, dar presentaciones, estudiar, trabajar, había tantas cosas que hacer y ella siempre... no sé, relajada, con un caminar pausado, con la mirada perdida, inquisitiva. Pero bueno, ahora tendría que jalarla de vuelta.

—Si no regresas tú, yo no regreso. No sé ni donde estoy parada—.

—Atraviesa el bosque— respondió automáticamente, como si fuese lo más obvio.

— Que bosque, ni que bosque, tú regresas conmigo, ahora mismo— y le agarré el brazo.

—No, yo embarco ahora— y me lo dijo con tanta seguridad y desafío en su voz que me asusté porque no sabía de lo que estaba hablando. No había ninguna embarcación.

Lo peor es que continuó. Yo me quedé muda, impávida.

— Me voy a casa ahora— dijo Alma.

Me enfadé. ¿Dónde creía que se iba? Siempre hacía lo que quería. ¿No se daba cuenta que tenía que crecer? Que tenía que madurar y había responsabilidades que cumplir. Ya no podíamos estar así, estar intentando esto ahora, explorando islas siniestras ni lugares cósmicos. Esto lo hablaríamos y lo pensaríamos luego. Lo primero era regresar a casa.

Miré de nuevo al mar, la marea comenzaba a subir, ya no había sol, venía una neblina, que pronto llegaría a nosotros y nos moriríamos de frío, o de algo. En eso sentí miedo, dolor, desesperación. Este lugar no era estable, cambiaba mucho. Además comenzaba a sentir un aire tenebroso. Teníamos que irnos.

— ¡Alma tenemos que salir de aquí!—.

— ¿No te da curiosidad lo que está pasando, no quieres ver más?— me preguntó incrédula.

— No, en verdad no, el mundo está lleno de cosas raras, nada me sorprende, sólo quiero estar en casa y vivir tranquila. VÁMONOS— concluí.

—No, yo me quedo, me voy navegando a casa— Y veía la neblina, una nube gigante que se acercaba, tragando todo en su camino, cegando a todos. Pronto nos iba a dejar en la oscuridad, en la nada y me dio escalofríos. El clima había cambiado mucho en poco tiempo. El viento ya no me envolvía cariñosamente. Comenzaba a soplar fuerte, sentía frío. Cada vez le tenía más miedo a este extraño lugar y cada vez, sentía más cansancio. Tenemos que atravesar el bosque cuanto antes, tenemos que huir, pensé con urgencia. ¡Tenía que hacerle ver la realidad! Que por lógica teníamos que regresar al lugar de inicio, era nuestra mejor opción. ¡Nuestra única opción! Entrar al mar en busca del horizonte era una mala idea.

— Alma, por favor, de qué embarcación hablas, no hay ninguna... ¡Vámonos! —.

— ¿No lo ves? — sus ojos rasgados parecían hasta redondos cuando volteó a mirarme, incrédula.

—Alma por favor, vámonos ya, tengo miedo— le rogué, al borde de lágrimas. Pero ella sólo me quedó mirando. 

Entre el Silencio y las LágrimasWhere stories live. Discover now