15. Neblina y mentiras

1 0 0
                                    


Como hipnotizada, me acerqué a paso lento. De la nada, apareció otro asiento al lado del viejo. Me costaba caminar con estos tacones, hace tiempo que no usaba zapatos así. ¿Cuánto tiempo habría pasado...? Al caminar me dolía la pantorrilla. Recordé, como si hubiera sido un sueño, algo de un muy distante pasado, que un perro me había mordido ahí. ¿Qué raro que me comenzara a doler justo ahora?

—Ven, apura, hija, siéntate al lado mío— esa voz resonó fuerte, hasta lo alto de la cúpula nublada. Pero extrañamente también resonó en mi interior ¿No había estado el techo estrellado cuando llegamos?

Cuando por fin llegué al asiento, suspiré. Estaba tan cansada como si hubiese caminado un largo trayecto, en vez de unos pocos metros.

Al acercarme vi con detenimiento las arrugas en la cara de este hombre. Pero como estaba tan distraída no me percaté que las arrugas delineaban una cara llena de amargura y envidia. Pero ahora que las recuerdo, me es muy evidente. Siempre es bueno hacerse preguntas... pero en ese momento no me pregunté nada. No me pregunté quién era ese hombre que estaba sentado a mi lado, proclamando ser rey, sólo lo escuché, tranquila, pasiva, como hipnotizada. Para ese entonces me comenzaba a molestar la corona de rosas, sentía que me jalaba el pelo. Estaba fatigada, pero al mismo tiempo hechizada por este hombre. Era una eminencia, no sé en qué, ni por qué, pero al fin y al cabo estaba cautivada por él. Al sentarme lo primero que me dijo fue:

—Mira que rápido te cambió Palomino—.

— ¿Qué?—.

—Míralo—.

Palomino estaba sentado en el piso y lo hechizaba una gitana desconocida. Era una mujer de piel bronceada, ojos pardos, pelo negro. Era hermosa, delicada, con una envidiable belleza natural. No era una belleza forzada, ni arreglada como la mía. Era diferente, única. Pero no era inteligente, como yo, pensé. Hay mujeres que lo único que saben es llamar la atención con sus cuerpos y saber bailar... y el anciano volvió a susurrar en mi oído:

— ¿No te juró amor eterno aquél?... ahora... ni te mira... —.

¿Qué? Comencé a tratar de explicarle, efusivamente que no, que eso no es lo que había pasado, que éramos amigos. Tenía una inexplicable necesidad de aclarar la situación, no se el por qué. Especialmente, porque el viejo no tenía nada que ver en mi vida.

—No...jajaja... así no es la cosa— contesté. Me reí de los nervios y comencé a mover las manos, tenía una nueva inquietud interior que se reflejaba en todos los espejos de este cuarto, lo cual me ponía todavía más nerviosa.

—No, no Palomino, no es nada mío— expliqué.

— Ah, ni tu ¿amigo? —.

—Sí, sí, pero claro, claro que es mi amigo— claro, que era mi amigo.

— No te sientes un poco... ¿sola?... —.

— ¿Sola?—.

—Sí, en estos lares. La amistad es una de las virtudes más nobles que hay, ¿no estás de acuerdo conmigo?—.

— ¿Ah?— No entiendo a qué iba su punto.

—Y si son amigos, los amigos... se ayudan... un verdadero amigo no deja solo a otro cuando se necesitan... y tú que recién llegas, necesitas a un amigo. ¿Qué hace Palomino ahí con una desconocida? Mira cómo la prefiere a ti, le da sus miradas, sus sonrisas, su atención, más aún, su tiempo...—.

Intenté de explicarle al anciano (o capaz a mí misma) sobre Palomino.

—No, no es así, está bien, yo no necesito a Palomino, estoy bien sola—.

Entre el Silencio y las LágrimasWhere stories live. Discover now