14. El palacio de los misterios

1 0 0
                                    


El palacio se veía más imponente e intimidante que nunca. Como yo pensaba que no había forma (que capaz había y no lo sabía), tenía que buscar a Alma y regresar, junto con Palomino, a casa. Entramos. ¿Dónde estaría ahora? ¿En qué mundo?

Di el primer paso y él no dudó en seguirme. La cuesta arriba fue matadora. No sé si el sol se había puesto más fuerte, pero sentía que mis hombros ardían. Mis piernas y el resto de mi cuerpo se habían oscurecido. Agradecí todas las tardes ociosas de verano. Estaba jadeante, me moría de sed, estaba cansada y letárgica. Estar aquí no era como estar en la playa. Todo me molestaba y todo me pesaba. Este cuerpo, aparentemente lleno de vigor y buen físico, no me daba. Palomino la estaba pasando aún peor. Seguimos escalando, un paso, otro paso: lento, seguro y despacio.

El recuerdo de Alma y la compañía de Palomino me impulsaban para seguir escalando. Agitados, sudados y exhaustos llegamos al final de las escaleras. Las puertas se veían más altas e imponentes de cerca que de lejos. Había un toca puertas, clásico y bastante elegante. Tenía forma de serpiente. Sin dudarlo, lo agarré y toqué. Una vez. Nada. Dos veces, nada. Me tiré contra la puerta, la traté de forcejear, nada. No se abría.

—Palomino, mira las ventanas, ¿crees que haya otra entrada? ¿Crees que alguien viva aquí?—.

Palomino subió y bajó los hombros.

—Creo que es importante buscar igual — dijo.

Vi sus ojos cruzar, delinear y analizar las torretas. Trató de treparse en la baranda de la escaleras, pero se le hizo imposible alcanzar la ventana, cuyas puertas se abrían y cerraban con el viento, como burlándose de sus débiles intentos por alcanzarlas. El castillo tenía musgo por todos lados, era resbaloso y los árboles habían crecido grandes y descontrolados. Tenían un tenebroso parecido a los árboles del jardín de Alma. Ambos lugares poseían la misma aura de abandono, de descuido y de falta de amor.

—Ay Palomino, si sólo fueras más alto...— suspiré. Ahora, mi cerebro estaba en modo automático. Sólo quería entrar. No veía un objetivo más allá de este, no tenía curiosidad de lo que podía encontrar. Solo quería entrar. Seguí empujando el hombro contra el portón de madera. Nada. Palomino bajó de la ventana. Me miró y dijo:

—A las tres—.

—Listo, tú cuenta—.

Y a las tres golpeamos la puerta. Nada.

—De nuevo— le dije. Así, intentamos de nuevo. Contrayendo los abdominales y empujando con el hombro. Finalmente, uno de los intentos fue fortuito. Entramos rodando como una ráfaga de viento nocturna que rompe el silencio absoluto. El piso era de mármol, estaba helado y duro. Cuando paramos de rodar, alzamos la mirada y vimos la cara de un anciano.

Rápidamente nos paramos. Palomino se puso delante de mí y extendió su mano hacia el anciano en signo de buena fe. Yo estaba más interesada en ver los alrededores. Me faltaban ojos para verlo todo. Noté los techos altos, tan altos, que me hicieron sentir insignificante y los alrededores lujosamente decorados. Al fondo y a la derecha, había una escalera elegante en forma de caracol que envolvía una enorme columna, y me di cuenta que estábamos en una planta media. La escalera estaba hecha de un metal negro de figuras que no podía reconocer, al igual que el marco de los espejos. Pero lo que más me llamó la atención fueron los espejos. Estaban por todas partes.

Nos vi, a mí y a Palomino: y... por primera vez desde que había llegado a esta isla perdida, desértica...sentí vergüenza. Vergüenza porque estábamos desnudos, sucios y sudados en un lugar tan distinguido y ordenado. Levanté la mirada al techo, esperando ver más adornos, grandes lámparas o más pisos, pero no fue el caso. El techo era muy alto y estaba hecho de nubes, bastantes nubes, que poco a poco se juntaban, se condensaban y se hacían ¿tiniebla?

Entre el Silencio y las LágrimasWhere stories live. Discover now