17. Entre el silencio y las lágrimas

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El viejo aplaudió dos veces y el dolor en mi cabeza se intensificó.

—Deja que te saque esa cosa ridícula que llevas en la cabeza. Las flores se pudren, ¿sabes? Déjame quitarte esa tontería y darte esta corona de verdad— y me presentó un diadema hecho delicadamente con flores de trizas de oro. Sentí el dulce sabor del orgullo al decir:

— ¿Por qué dejaría que me quites esta corona de rosas, rosas de verdad, cabe resaltar, por una imitación, estéril, barata y sin vida?— y esta vez fui yo quien me reí. Miré la corona y la rechacé. Mi libertad valía mucho más que eso. Sé que probablemente había firmado mi sentencia final con estas palabras, pero el riesgo valía la pena (o en este caso, el dolor). Además estoy segura que yo no sería el primer ser humano que se condenaba con sus propias palabras.

—Vas aceptar este regalo y te voy a decir por qué —.

— ¿Por qué?—contesté.

— Porque las rosas de verdad tienen espinas, no lo olvides—.

— ¿Y? Prefiero las rosas de verdad, con espinas y todo, que una imitación, una mentira—.

—Ah, te gustan las espinas. Veremos— y aplaudió. Silencio absoluto. Ceguera absoluta. Abría y cerraba mis ojos pero no veía nada. Sólo escuchaba el llanto de alguien. Exclamé un hola bastante débil y el llanto paró. Pero no supe si ese alguien me devolvió el saludo porque en un abrir y cerrar de ojos tenía al viejo delante mío de nuevo.

— ¿Y ahora, no te sientes sola? Sola, sin que nadie te ayude— hablaba el viejo.

Sabes, en ese momento, trataba de tomar todo deportivamente, como había aprendido en el ajedrez. En cualquier juego se gana y se pierde. Pero acá, no sabía exactamente qué perdía, sólo que era algo muy valioso. Capaz en cierta forma, perdía mi libertad. Sin saber realmente por qué, solo por intuición, me negué a aceptar la ayuda del viejo barbón.

—No, aléjate— le dije entre dientes y me encogí hacia el otro extremo del asiento como un gato herido, asqueada y llena de dolor. Mi voz no parecía la mía, sino la de un animal, era inhumanamente desgarradora.

—Déjame que te saqué esa corona, te hace daño, ¿no ves? —.

El dolor no me dejaba pensar. Quería hundirme en el silencio pero no podía. Las lágrimas recorrían mi cara y me ardían como si fuesen ácido. Por primera vez sentí que el viejo me tocó. Pasó su dedo por mi cara para limpiarme las lágrimas. Lo hizo burlándose, era una burda imitación de un abuelo con su nieta. Su dedo era tan helado y duro que parecía hecho de mármol. Ese no era un viejo, no era humano, era una cosa rara, no sé qué era, y sí, Palomino tenía razón. No todo se puede explicar con palabras, había cosas que no se podían entender. Ya no me importaba saber qué era ese viejo. Pero lo que hizo luego me dejó helada, casi tan helada como él. Se llevó el dedo a la boca y saboreo mis lágrimas.

— Estas lágrimas valen mucho—.

No dije nada, estaba agonizando.

— ¿Sabes por qué?—.

No respondí.

—Las lágrimas de por sí no valen nada. Pero las tuyas valen mucho porque son lágrimas de una persona valiente y de una persona que sabe amar. Sabes que ya no quedan muchas así. La mayoría son egoístas, ponen sus deseos más básicos primero y se usan unos a otros—. Hablaba mientras me seguía tocando la cara con su dedo. Su piel era tan helada que quemaba.

—Qué dulce saben tus lágrimas... dulces realmente... te llamaré Dulcinea del Toboso—. No fue la referencia al Don Quijote lo que me distrajo del dolor, más bien fue la evidente mentira que articuló.

—Son saladas— le corregí automáticamente.

— ¿Qué dijiste?—.

—Las lágrimas son saladas, no dulces—.

—Son dulces, cariño— me dijo como si fuese un padre que corregía a su hija de tres años.

— ¡Son saladas!— volví a repetir. Estaba harta de mentiras, de reflejos que no eran ciertos, de superficialidades. En ese momento no lo entendía, pero me rebelaba magistralmente contra todo lo que el viejo orquestaba.

El viejo se quedó helado. Él tenía mi espíritu y mi cuerpo, pero sabía que no tenía mi mente y, al final, eso era lo único que quería. La razón habla por sí sola, la verdad es evidente, como las lágrimas que son saladas y no dulces.

—Mis lágrimas, las lágrimas de los humanos son saladas. Atrévete a decir lo contrario... y yo y tú, y cualquiera que te escuche, sabremos que mentiste y que en verdad no eres tan poderoso como dices, porque no puedes hacer que las lágrimas sean dulces aunque cambies las definiciones de las palabras—.

Hubo un silencio. Sentí el furor de ganar mi primera batalla y capaz la última. Estuve en silencio un rato, saboreando la pequeña y dulce victoria. Pero esta guerra se me estaba haciendo larga, costosa y estaba muy cansada. Pero igual. Y como no pude controlar mi genio agregué:

—No puedes negarlo, porque lo sabes. No puedes manipular este mundo a tu antojo, no eres dueño ni señor de nada, no puedes hacer ni deshacer. ¡No puedes hacer que mis lágrimas sean dulces cuando en verdad son saladas! Y por más que lo repitas mil veces, la realidad no cambiará, no puedes cambiar la naturaleza de este mundo, estás sujeto a ella— y me reí a carcajada limpia al ver ese ego desenfrenado ahora tan herido y humillado. Y encima por algo tan sencillo, como lo era afirmar que las lágrimas son saladas en vez de dulces. Mi risa fue acogida por un silencio mortal.

En eso el dolor de mi cabeza explotó. Las espinas me clavaban la sien. Tome toda mi fuerza de voluntad para no ver mi reflejo, porque sabía que vería sangre y sólo me asustaría por cosas de la imaginación, por cosas que no eran ciertas. Tenía que cuidar mi mente, que era lo único que tenía y lo ultimó que daría. Pero por alguna extraña razón no me podía quedar callada. Se me venían más y más ideas a la cabeza y sentía que el corazón se me saldría del pecho de tanto palpitar.

—No eres dueño de nada, ni de estas playas, ni del mar, ni de las gaviotas. No puedes manipularme, soy libre y lo sabes—. Concluí.

De esto último no estaba segura, pero si este anciano me pudiera tocar suponía que me hubiera hecho daño hace tiempo. Al parecer acerté, porque el viejo me miró incrédulo y capaz ¿asustado?

Él no podía tocarme más que con su dedo, pero sí podía aplaudir. Y cuando lo hizo, el dolor se volvió insoportable. Me cegó y nuevamente aparecí en el calabozo. Percibí la presencia de alguien. La persona se me hacía bastante familiar aunque realmente no lograba deducir quien era, pero me acompañó por ese sendero hosco. Estuvo conmigo en ese momento tan oscuro hasta que en el silencio encontré la luz que aclaró mi mente y mi corazón. Sus manos eran cálidas y familiares, me susurró al oído:

— Si caes tú, caigo yo—.

Y volví al cuarto de los espejos donde tenía que seguir hablando para existir, para distraer al viejo que me aguardaba con muerte segura.

—No eres dueño más que de estos espejos que reflejan imitaciones de lo que es, pero sin ser nada, no eres más que dueño de trucos y mentiras— y comencé a arder en dolor físico. Pero había ganado una batalla más. Había recuperado mi corazón, estaba en llamas, ardía con el fuego de la esperanza y de que vendrían tiempos futuros y mejores. El miedo ya no habitaba más en mi corazón. Los ojos del viejo brillaban con una luz insensata. Entre gritos de dolor, ceguera y entre la nebulosa y las tinieblas, busqué los ojos azules y fríos del viejo porque quería verlo cuando me oyera decir:

—Jaque mate—.

Y en eso me acordé de esas palabras: "si caes tú, caigo yo", y me di cuenta, aunque un poco tarde, que Alma estaba por aquí, en algún lado. Eran las palabras que habíamos intercambiado en el hospital. Y Palomino también estaba aquí. ¡No estaba sola! Al darme cuenta, se desbordó un llanto contenido, más bien un grito de ayuda. Sentí que me desvanecía, y en mi caída abrí los ojos, y ya no había tinieblas ni oscuridad. Sí, había dolor, había sufrimiento y confusión, pero ya no había miedo. Y con todo el desconsuelo que sentía, rompí el silencio con un grito lleno de suplicio pidiendo ayuda a Palomino... y el viejo me miró por primera vez, realmente asustado. 

Entre el Silencio y las LágrimasWhere stories live. Discover now