16. Los espejos de las ilusiones

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—Déjame ayudarte— era la voz de un joven, que sin darme cuenta se había acercado a mi izquierda. Era alto, rubio, fuerte, bien vestido al saco blanco.

—Soy médico, déjame ver tu pierna— volteé a ver al viejo. Estaba tieso como mármol. ¿Se había hecho mármol, o simplemente era su inexpresividad, mejor dicho, su insensibilidad a la condición humana que lo hacía verse así? Entonces le hinque la nariz, que por cierto era bastante prominente. No reaccionó de dolor. Su piel era normal.

—JAJAJA ¿Qué piensas, que soy un producto de tu imaginación? JAJAJA ¿Yo producto de la mente de una mujer? Soy mucho más que un simple hombre, soy mucho más que tú —.

Su risa me escarapeló la piel, era una risa profunda y vacía a la vez. Una risa que hablaba por sí sola. Una risa que me dejaba saber que a la hora de la hora, este hombre no tendría piedad.

— Pero, ¿qué eres?— y lo dije con curiosidad de niña. La curiosidad siempre había sido a la vez, mi punto fuerte y mi punto débil.

Para esto, Palomino bailaba con la gitana. Fantástico, pensé. Ahora tendría que sacarlos a los dos.

— ¡Déjeme ayudarla!— insistió el médico.

— ¿Quién eres?— le pregunté al muchacho. No cometería el mismo error que con el viejo. Hay que tener criterio para saber en quien confiar, mejor pecar de desconfiada que meterse en problemas. Y ahora sí sabía que algo andaba mal con este muchacho y que al aceptar su ayuda, también le decía sí a algo más oscuro y tenebroso.

—Soy médico, quiero ayudarla— y trató de tocarme, pero su mano traspasó la mía. No podía tocarme si yo no quería. Me asusté. Era como un fantasma. Miré al espejo. El chico rubio no tenía reflejo y la gitana ¡tampoco! Si algo había aprendido desde que llegué a este palacio, era que el espejo trastornaba la realidad, no la reflejaba. Volteé a ver al muchacho. Tenía que ser producto del viejo, de su imaginación. Vi a Palomino en el espejo y estaba sólo, hipnotizado y bailando con el aire. El médico y la gitana, eran una entidad/creación de la mente del viejo, no existían, eran como el espejo, eran juguetes, o espíritus sin cuerpo, espíritus sin voluntad para decidir.

— ¿Señorita, por qué rechaza la ayuda de este buen samaritano? Acéptelo— habló el viejo.

—No necesito ayuda— contesté.

El viejo tomó mis palabras como un desafío y aplaudió dos veces. Sentí más dolor que nunca en la pierna. El dolor comenzó a cegarme. Comencé a sufrir en la nebulosa. Estaba inmersa en la oscuridad, era como estar en un sueño. Por momentos sentía mis manos amarradas y en una de esas logré abrir mis ojos. Estaba encadenada en un cuarto oscuro, en una prisión. Sentía un dolor en el corazón, era apenas un espíritu, pobre, sucio, ardiendo en angustia. Traté de abrir los ojos, pero todo era tan oscuro que daba lo mismo si los ojos estaban abiertos. Sentía mis manos encadenadas, pero al abrir mis ojos, vi que estas no eran mis manos. No recuerdo mis dedos tan largos, ni tan blancos. Vi pelo rubio lacio que bajaba hasta mi cintura... pero mi pelo era negro y ondulado...

Pestañeé por tres segundos y luego volví a estar sentada en el trono al lado del viejo. Pero estaba segura que por algunos segundos había estado en otro lugar del palacio, en una especie de calabozo. Esta visión me bastaba.

—Déjeme ayudarla, mire, con esto puedo sanarla, se va a desangrar— continuó el "médico" con su cara a centímetros de la mía. El viejo se reía. El dolor se me hacía cada vez más intenso y más difícil de soportar.

—Deje que el pobre muchacho la ayude, Señorita Valentía, ya se desangró una vez, no vaya a ser que se desangre aún más y se despierte en un lugar...eh... menos agradable... — y su risa, como sentencia final, retumbó en todos lados. Comencé a desesperarme.

— ¿QUIÉN ERES?— le pregunté. Estaba cada vez más débil. Mi pierna, donde estaba la mordedura, cada vez sangraba más y más. Sentía que las espinas de la corona de rosas que Palomino me había dado, me clavaban la cabeza.

—Soy quién tú quieres que sea— contestó el viejo.

—IDENTIFÍCATE AHORA— yo hablé, fue mi boca, fue mi voz, pero no vino de mí. Hablaba con poder, con destreza, con seguridad, cosas que no tenía ni sentía. Eso se lo aseguro.

Al ver mi reflejo, vi que mi pierna andaba bien. No solo eso, pero mi vestido de la cintura hacía abajo: intacto. No había sangre. Lo que me aterró fue ver mi rostro, mi cara estaba bañada en sangre por las espinas que tenían las rosas. Sentía el dolor en mi cabeza. Pero el reflejo era todo al revés. Pero eso no podía ser. Había usado la corona toda la caminata y no me había hecho daño. Instintivamente, me toqué la cara, estaba seca. Evidentemente el reflejo era producto de la imaginación del viejo. La verdad es que la pierna me sangraba y no la cabeza, el espejo mostraba la situación al revés. 

Entre el Silencio y las LágrimasWhere stories live. Discover now