El eco de tu voz resonó por el pequeño departamento mientras golpeabas la puerta con el hombro.
— ¡Mamá, ya llegué! — Anunciaste, tratando de inyectarle algo de alegría a tu tono. No te molestaste en usar la cerradura rota; sabías que no servía de nada.
Cruzaste el umbral con pasos apresurados, esquivando la pila de zapatos junto a la entrada. Una tenue luz del dormitorio iluminaba débilmente la cocina desordenada, y no pasó mucho tiempo antes de que vieras la silueta encorvada de tu madre salir del cuarto. Su figura se movía lentamente, arrastrando los pies con un esfuerzo monumental.
Ella era tu prioridad
Durante el último año, su salud se había deteriorado de manera alarmante. Habías visto cómo su cuerpo se volvía más frágil, cómo los medicamentos apenas lograban aliviar su dolor, y cómo las facturas médicas devoraban todo lo que alguna vez habías tenido.
— ¡Tengo una sorpresa para ti! — Dijiste con entusiasmo, sacando algo del bolsillo.
Presionaste el interruptor de la luz, y el desorden de la cocina se hizo evidente. Restos de platos sin lavar, papeles acumulados en la mesa y un aire viciado que parecía reflejar la pesadez de tu situación. Pero nada de eso te importaba en ese momento.
Sacaste un fajo de billetes de 100 dólares. Lo sostuviste con orgullo, como si fuera un trofeo. El brillo en tus ojos era evidente mientras lo mostrabas.
— ¡Mira lo que tengo!
Tu madre se detuvo a mitad del pasillo, sus ojos oscuros escaneando el dinero con incredulidad.
— ¿A quién le robaste eso? — Te regañó, frunciendo el ceño mientras avanzaba con pasos inseguros hacia ti.
— ¡No le robé a nadie! — Protestaste rápidamente, apurándote a contar ocho billetes y entregárselos.
Pero ella no tomó el dinero. En lugar de eso, sus ojos se detuvieron en la hinchazón que se formaba en tu mejilla izquierda.
— Entonces, ¿por qué tienes esa cara? — Preguntó, señalando el moretón oscuro que comenzaba a extenderse alrededor de tu ojo.
