Días de gloria

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   Conocí a Martha en un carnaval cuando yo estaba de vacaciones de verano en mi ciudad. Ella era graduada de la universidad del Este y ya estaba preparándose para ser maestra de geografía.

Si bien yo no era uno de los chicos más guapos del barrio, mi contextura física era algo rechoncha, pero mis ojos verdes era lo que más llamaba la atención. Si bien, sabía que poseía de una buena labia y también era muy bueno en el fútbol. Sin embargo, había algo extraordinario en ella, centellante y atractiva; emanaba una luz brillante, conbinada con un carácter duro y blando al mismo tiempo.

  Esto es lo que caracterizan a los educadores: la apremiante necesidad por tener conocimiento y sapiencia. La fascinación por crear un ambiente cálido para enseñar su magia. Los muchachos no le sacaban la vista de encima, tenían la estúpida idea de encontrar la media naranja. Pero eso no era algo fácil. Yo amaba todo de ella, desde su piel blancuzca hasta sus ojos azules, que podían empañar cualquier vidrio.

   Me gustaba su eterna dedicación que tuvo desde el momento que me vió por primera vez esa noche de verano entre espuma y canciones de batucada cuando corrimos hasta el puente y sellamos el acuerdo de que nunca nos iríamos a separar con un beso prolongado que duró unos segundos y así inició nuestra historia de amor.

 
Mientras pasaban los años, trabajando en Ford Motors, cumplí treinta años y ese año nació mi hijo Angelo. Tras su nacimiento la mentira comenzó a navegar por las turbias aguas de la decepción.

No era de extrañar que a pesar de que Martha tuviese treinta y seis años, casada, con un hijo, los hombres se sintiesen atraídos por su belleza y su personalidad. De vez en cuando ella seguía disfrutando de las miradas juguetonas que tenían los colegas del colegio público donde ella trabajaba durante el horario vespertino.

Ella se sentía orgullosa de tener un trabajo que comenzaba a las seis de la tarde y acababa a las once de la noche. Su sistema financiero estaba bajo control y no se perdía ninguna oportunidad cuando había una barata de ropa o zapatos. Ella adoraba las ofertas. Pronto me di cuenta que ella había construído una muralla para que yo no supiese que hacía cuando estaba trabajando, ella habia creado un falso horario de clases.

Gracias a su camaleónica personalidad uno se estuvo tragando un engaño que duró dos décadas. El director del colegio, el señor Stuart, había sido su amante secreto durante veinte largos y miserables años donde yo solo escuchaba lo maravilloso, lo exitoso, lo brillante e inteligente que este señor de cincuenta y dos años, era para ella.

¿Qué más podía desear que verlos juntos en un agujero lleno de cocodrilos?, me pregunté cuando mi hijo de veinte años me contó lo que sucedía entre mi esposa y el director.

Una vez divorciados, durante las noches de insomnio me atormentaba uniendo cabos sueltos de mi vida pasada junto a Martha. Ya no conseguía dormir, soñaba con escenas de mi ex esposa teniendo relaciones sexuales en las aulas vacías después de clases. Mi mente se había vuelto un estúpido proyector de una recurrente película de terror que jamás había visto.

Me estaba volviendo loco, un demente, inmerso en la soledad de un departamento alquilado. Mi corazón había sepultado al amor. Los años pasaron y me pude jubilar, pero el amargo pasado nunca lo pude superar, parecía que un algo se colaba en mi mente y no me dejaba avanzar.

Cuando ella cumplió sesenta años finalmente había entendido que lo que hizo fue una traición y quiso volver a mí. Con un amargo pensar le dije que prefería pasar la última etapa de mi vacía vida completamente solo. Yaciendo en el lado sombrío de mi departamento, que con los años había podido comprar, fingí no sentir placer cuando supe que Martha y el Stuart habían fallecido en un accidente automovilístico cuando se dirigían a Bariloche a pasar unas vacaciones de invierno junto a la nieve.

Luego de la muerte de mi ex esposa, tomé la desgarradora decisión de suicidarme. Como no tuve el suficiente valor para llevar a cabo mi macabro plan de tirarme por el balcón hacía el vacío, comencé a ser supervisado por Gloria, la novia de veintisiete años de mi hijo Angelo.

Hasta que una noche de otoño, como si fuese un sonámbulo abrí el ventanal que daba hacia la avenida Santa fé y, descalzo me subí a una silla de caño, pero como Gloria me conocía tan bien, corrió y me pateó la silla cayendo los dos al suelo. Desfallaciente, ella tomó su móvil y gritó para que Angelo me haga entrar en razón.

Y entonces, mi hijo comenzó a dormir en mi departamento para vigilarme junto a su novia. Aturdido por la situación los terminé echando a los dos. Le prometí que no haría ninguna fechoría, ni nada que ponga en peligro mi vida. Con gran esfuerzo comencé a escribir en una vieja máquina de escribir algunos cuentos sin importancia.

Había comenzado a dormir correctamente sin tener esas patéticas pesadillas recurrentes. Me despertaba al alba para abrirle la puerta a Gloria con el desayuno. Mientras comía unas tostadas francesas con un mate cocido, ella miraba por la ventana a los pájaros que se paraban en la maceta de malbones.

Aunque yo quería que sus visitas sean esporádicas, tenía que aguantar que venga cuatro veces por día a alimentarme. Mientras tanto mi hijo trabajaba arduamente en la estación de servicio de la esquina.

Poco a poco fuimos congeniando gracias a su pasión por el tango. Fuimos en contra del regalamento y nos pusimos a bailar al ritmo del dos por cuatro. También me burlaba diciéndole: «Sos una chica con alma de vieja», pero ella se reía como una señal de cortesía.

Había logrado desterrar el deseo de terminar con mi vida. El destino quiso que la vida continuara y como si fuese un protocolo de conexiones, ya sentía que tenía alguien con quien hablar y en que confiar.

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