Capitulo 16

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Mi profesor de griego que viene diariamente me había hablado varias veces de su amigo Sir John Rivington, el gran médico que ha consagrado sus últimos años a la psicología experimental y a la psicofísica y cuyas obras, "Codelación de las epilepsias larvadas con la concepción pesimista de la vida", "Causas naturales de apariencias sobrenaturales" y sobre todo "La higiene moral" y "La evolución de la idea de lo Divino", lo colocan a la altura de los grandes pensadores contemporáneos, de Spencer y de Darwin, por ejemplo. Conocía yo los libros de Rivington de tiempo atrás y los leía y releía con grande entusiasmo, porque la observación directa y precisa de los hechos, la lógica perfecta de los raciocinios, sólidos como una cadena de hierro, y las escasas pero segurísimas deducciones generales que de ellos desprende, hacen de esa lectura jugoso y fortificante alimento para mi espíritu vacilante y curioso de los problemas de la vida interior. Esas obras estarán en pie cuando muchas de las vastas teorías de otros filósofos que gozan hoy de más fama que él, vayan desmoronándose a los golpes de pica de posteriores investigaciones.

Conseguí para Rivington dos cartas de introducción, releí sus libros antes de ir a la consulta, por creerlo útil para mi plan y por especialísimo favor logré una conferencia nocturna en que conversamos largamente por horas enteras, solos en su amplio gabinete, llenos de curiosos instrumentos de observación y de obras técnicas referentes a su especialidad, y en su sala donde he tenido una emoción inolvidable.

La primera impresión que produce mi médico con la frescura casi infantil de sus mejillas sonrosadas y llenas que contrastan con la barba rizosa y gris y la singular vitalidad que revelan sus miradas y los ágiles movimientos del cuerpo recio y membrudo no debilitado por los sesenta y cinco años que lleva gallardamente, es la de una perfecta salud corporal y mental. Benévola sonrisa de inteligencia ilumina aquella fisonomía grave y desde el primer momento experimenté cerca de él la impresión de confianza que inspira un hombre envejecido en el estudio de las miserias humanas.

-Doctor -le dije sentándome en el sillón que me ofrecía-, tiene usted enfrente a un enfermo curioso que, en perfecta salud corporal, viene a buscar en usted los auxilios que la ciencia puede ofrecerle para mejorar su espíritu. El catolicismo les da a sus fanáticos directores espirituales a quienes se entregan. Yo falto de toda creencia religiosa, vengo a solicitar de un sacerdote de la ciencia, cuyos méritos conozco, que sea mi director espiritual y corporal. ¿Acepta usted el cargo?

-Lo acepto -contestó con gravedad sonriente-, exigiendo de antemano, como los ministros de noble culto que usted nombra; contrición por los pecados contra la higiene que usted haya cometido y el firme propósito de la enmienda... Cuénteme usted sus pecados...

Con la ingenuidad de un adolescente que abre su alma al sacerdote que ha de absorberlo, le referí mi vida, sin atenuar nada, ni mis ímpetus idealistas, ni mis desmedidas ambiciones de saber, de gloria, de riquezas y de placeres, ni las crapulosas orgías, los mujeriles desfallecimientos y las miserables inacciones que me postran por temporadas. Le conté los últimos seis meses con mayor sinceridad quizá que la que he empleado en estas notas escritas para mí mismo.

Oía sin quitarme los ojos que bajaba yo al suelo por momentos, sin mover una mano, sin que su impasible fisonomía griega tradujera la más mínima emoción.

-Cuente usted ahora los antecedentes de su familia, descríbamela, pínteme usted su país, la ciudad donde usted se formó, dígame usted cuanto crea que pueda ilustrarme.

Lo hice sencillamente y hablé por largo tiempo sin que dejara de prestarme atención por un segundo, ni me quitara de encima los ojos.

-Ahora tenga usted la bondad de exponerme la organización actual de su vida, sus planes para el futuro, todo lo que se refiere al presente.

De Sobremesa - José Asunción SilvaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora