Capitulo 23

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-Cuanto le puedo contar es cuanto le he contado; diríjase usted al profesor Mortha, a quien Scilly Dancourt le escribe con frecuencia sobre sus chifladuras de orientalismo y de historia religiosa -dijo, con su voz ruda y levantándose de la silla, en el salón del Círculo, el viejo general des Zardes-. Diríjase usted a Mortha... Ahora resulta usted preocupado también de esoterismo y de religiones. Creía que la vida de cuartel que ha llevado lo había preservado de esas vagabunderías. Y es usted joven para ser general -agregó con irónica expresión, torciéndose el viejo mostacho canudo.

-Yo no soy general -le contesté, riéndome, al oír aquella salida.

-Pues es extraño... Todos los paisanos de usted que yo he conocido en el Círculo, son generales -gruñó, despidiéndose.

Poco más había adelantado con la conversación que tuve con él y que acabó con aquella frase evocatoria de las charreteras de fácil adquisición en nuestras repúblicas latinoamericanas. Contóme en ella la campaña hecha por ambos, él como coronel, Scilly Dancourt como capitán en la quinta división del ejército mandado por el general de Tailly, las marchas y contramarchas, las indecisiones y los desaciertos de la funesta campaña; me pintó al pobre emperador átono y decaído, sumido en la incertidumbre y en el silencio; puso por las cumbres a Trochu que, al decir suyo, habría salvado a Francia si hubiera realizado sus planes; llamó imbéciles a Rouher, a Montauban y a Chevreau; insultó a Bezaine, glorificó a Mac-Mahon; me describió a gritos y con voces técnicas las batallas de Saint-Privat, de Wissenbourg y de Froeschwiller, y el aire de mortal tristeza y de embrutecimiento de Napoleón al ver entrar sucesivamente a la Prefectura de Sedán a Ducrot, a Douay luego, a Lebrum después; el diálogo brutal entre Ducrot y Wimpfen y la salida de éste a parlamentar con el enemigo.

-Scilly Dancourt -me dijo energizándose-, no vio el fin de la batalla, ni figura su nombre en el registro de las vergonzosas capitulaciones, ni se llevó de Sedán en los ojos el horror de ver a nuestros noventa mil soldados que, inutilizados por los días que pasaron en el campo de la miseria, con los pies metidos entre el barro, empapados por la lluvia, temblando de hambre y de sed, de frío y de vergüenza y sintiendo la trágica sacudida del desmoronamiento del imperio, esperaban a los batallones de reclutas alemanes que habían de llevarlos prisioneros a Prusia. No, Scilly Dancourt no vio nada de esto. Después de animar a los nuestros con su coraje de león, de excitarnos con el grito, con el ademán y con el ejemplo, y de recibir tres heridas, al ver perdida la batalla, desapareció, nadie sabe cómo. Revuelta el alma por las desgracias de Francia, pasó a Inglaterra, donde contrajo matrimonio unos años después con la hija de un actor o de un músico de fama, y cuando murió ésta, se ausentó de Europa... Ya le digo a usted, el único que sabe de él es Mortha, a quien le escribe sobre esas chifladuras de religiones y de orientalismos.

El corazón se me saltaba del pecho al entrar la última vez al entresuelo de techo bajo y ruin aspecto situado en una callejuela del Barrio Latino, donde el autor de Las Religiones de Oriente, recibe los escasos visitantes que van a distraerlo de sus preocupaciones habituales, la interpretación de seculares textos sagrados, de los viejos himnos litúrgicos y de los cultos primitivos de la humanidad. ¡Voy a hablarle de Scilly Dancourt y va él a decirme dónde encontraré a Helena!, pensaba dentro de mí, sentado ya en un canapé de la pobre y aseada salita que precede el cuarto de estudio, y contemplando una escultura asiria, un cuerpo de león alado con cabeza humana de luenga y rizada barba, coronada por la tiara sacerdotal, que, frente a frente del Buda ventrudo, que sonríe sobre la pobre y negruzca chimenea, forma el único adorno de la estancia.

Mortha es un viejecito adorable, con una cara larguísima cuya amarillenta y apergaminada piel cruzan hondas arrugas verticales, y una cabellera de seda blanca toda despeinada, de la cual le caen pelos sueltos y largos por sobre la frente enorme y los ojos vivísimos y negros. Cuando se ríe hay algo de infantil en la alegría que le anima la cara, y canas, arrugas y ojos todos se ríe. Sus libros y la necesidad de obtener indicaciones sobre una inscripción lapidaria fueron la disculpa con que me le presenté hace ya varios días. Me habló en la primera entrevista de unos pergaminos egipcios que estaban para la venta en Londres; hícelos comprar allí por Morrel y Blundel, se los envié y estamos al partir de un confite; me cree un egiptólogo consumado.

De Sobremesa - José Asunción SilvaWhere stories live. Discover now