Capitulo 21

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El regalo de Rivington, una copia suntuosamente enmarcada y hecha por mano de maestro del cuadro que adorna su sala, llegó hace cuatro días a mi hotel. Fue en el salón donde abrí la caja, retirando yo mismo los tornillos, levantando las tablas, rompiendo los papeles que lo envolvían, hasta contemplar la ideal imagen de la Idolatrada. Imposible permitir que una mano servil hubiera ejecutado aquella tarea. La pintura es un perfecto espécimen de los procedimientos de la cofradía prerrafaelista; casi nulo el movimiento de la figura noble, colocada de tres cuartos y mirando de frente, maravillosos por el dibujo y por el color los piesecitos desnudos que asoman bajo el oro de la complicada orla bizantina que bordea la túnica blanca y las manos afiladas y largas que desligadas de la muñeca al modo de las figuras del Parmagiano, se juntan para sostener el manojo de lirios, y los brazos envueltos hasta el codo en los albos pliegues de largo manto y desnudos luego. El modelado de la cabeza, el brillo ligeramente excesivo de los colores, agrupados por toques, todo el conjunto de la composición se resiente del amaneramiento puesto en boga por los imitadores de los cuatrocentistas. Está detallado aquello con la minuciosidad extrema, con todo el acabado que satisfaría al Ruskin más exigente; distingue quien lo mira uno a uno los rayos que forman la aureola que circuye los rizos castaños de la cabeza, los hilos de oro de la orla bordada, las ramazones de los duraznos en flor, los pétalos rosados de éstas, las hojas de las rosas amarillas, sobre la verdura de los matorrales, y en los retoños y yerbas del suelo podría un botánico reconocer una a una las plantas copiadas allí por el artista. Al pie de la pintura, sobre la orla negra, brilla en dorados caracteres latinos la frase:

Manibus date lilia plenis

¿Quién era el pintor, ese J. F. Siddal, cuyo nombre está al pie de la tela, que con tan extremado amor puso la mística expresión de unción soberana y casi extática en el lienzo que puebla ahora mi casa y mi vida de dulcísimos ensueños...? Ni lo mencionan los críticos que han escrito sobre la Pre-Raphaelite Brotherhood, ni figura su nombre en ninguna galería ni catálogo de museo.

¿Qué me importa el ideal de arte que le dictaba su técnica minuciosa, si ante mis ojos sonríes, con la suave gracia de los largos lineamientos de tu cuerpo delicado, con la misteriosa irradiación de tus pupilas azules que alumbran la sobrenatural palidez del semblante, enmarcado por los sedosos rizos castaños de la destrenzada cabellera, ¡oh! imagen que llenas mi vida y mi alma?

He aquí lo que he encontrado para que, en el cuarto vecino al escritorio, donde amplia cortina de antiguo tejido y desteñidos matices deja caer sus pliegues a los lados del balcón enmarcándolo, esté junto lo mejor de mí mismo. Sobre las paredes tendidas de oscuro cuero de Córdoba sólo atraen las miradas dos telas: la copia enviada por el doctor Rivington y el retrato de la abuela, con su perfil de Santa Ana y las canas blancas destacándose sobre un fondo oscuro que pintó para mí James MacNeil Whistler, el extraño artista que, al decir de un crítico, sabe con extralúcida intuición desprender en sus obras, bañadas de misterio, lo suprasensible de lo real.

Al pie del retrato de Helena, pesada mesa de bronce cincelado sostiene las jardineras llenas de flores que pedí a Cannes por telégrafo. Sube hasta sus pies el aroma de las rosas rojas, de las rosas amarillentas y de las rosas blancas, de los ramos de violetas de Parma que languidecen en altas copas de cristal opalescente, de los montones de claveles blancos, áureos, sonrosados, purpúreos, confundidos con la suave emanación de las mimosas y de los lirios. Aquella oposición de vívidos tonos que cantan, tentaría la paleta de un colorista.

Sobre el verde de los veladores de malaquita contrasta el blanco de las pastas, ornamentadas con las tres hojas y la mariposa, de los tomos de versos que compré en Londres e hice encuadernar a mi antojo. Un solo sillón, donde bajo la mirada apaciguadora de los ojos azules, voy a leer a Shelley o Longefellow, y el pesado cofre de hierro donde guardo las joyas, su camafeo, y el ramo de rosas de Ginebra, forman el mobiliario del cuarto.

¡Ese ambiente de espiritualidad es el que requieres, amor de alma, para que vivas con intensa vida, y el único que me parece respirable hoy, en que mi ternura aspira a ti con todas sus fuerzas como débil planta que envuelve sus hojas hacia el sol!

De Sobremesa - José Asunción SilvaWhere stories live. Discover now