Capitulo 20

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Estoy mejor ya, acostado todavía, y mientras llega el profesor Charvet, que vendrá a las tres de la tarde, me entretengo en describir, poseído de mi eterna manía de convertir mis impresiones en obra literaria, los síntomas de la extraña dolencia.

Las últimas líneas trazadas aquí tienen fecha del 26. Pasé ese día y los dos siguientes en el mismo estado de malestar indescriptible que experimentaba al escribir entonces. La impresión de angustia se hizo tan intolerable que, a pesar de mis esfuerzos para dominarme, se traducía en involuntario quejido como el que me habría arrancado una neuralgia y la postración se acentuó de tal modo, que los esfuerzos para levantarme y vestirme fueron inútiles. Francisco, aterrado con mi enfermedad y sin orden mía, corrió al escritorio de los Miranda y a la oficina de Marinoni, Unas horas después, al oír voces, abrí los ojos, que había mantenido cerrados, y al través de la bruma que llenaba el cuarto vi seis caras que se inclinaban sobre la mía; distinguí los bigotazos blancos de don Mariano Miranda, la carita árabe de Vicente, su hijo, la cabezota rubia de Marinoni y la corbata lila de uno de los médicos, un personaje rosado y oloroso a Chypre, que me auscultaba frenéticamente; dándome golpecitos con los dedos llenos de anillos.

Hice un esfuerzo para incorporarme, y la cabeza, como desarticulada por la debilidad, se me fue para atrás sobre los almohadones en que me habían acomodado. La presencia de aquella gente me devolvió un poco de energía, irritándome con las caras de pésame que me mostraban. Logré enderezarme, saludarlos, y le contesté con displicencia al médico de la corbata lila, de las patillas rubias y del pelo rizado, que me preguntaba qué sentía.

-Debilidad y sueño, señor... Debilidad y sueño. -Me quejaba porque me dolía un poco la cabeza.

-Creo que estamos en presencia, querido colega- dijo el afeminado personaje, volviéndose a su compañero, un individuo rechoncho y carirredondo, de barbilla castaña y pelada cabeza, que me miraba con expresión entre irónica y despreciativa- de fenómenos neurasténicos atribuíbles al estado de profunda debilidad en que se encuentra el paciente. Hay ciertos puntos relativos al diagnóstico y al tratamiento en que la ilustrada opinión de usted contribuiría a aclarar mis ideas, querido colega.

-Si quieren ustedes hablar a solas pasen al salón- sugirió don Mariano Miranda, mostrándoles el camino-. Dicen que no es grave. Eso fue todo lo que saqué en limpio; lo demás no se lo entiendo; astenia, neurastenia, anemia, epidemia, syringomelia, camelia, neurosis, corilóporo... qué sé yo, refunfuñó entre dientes, mascando el inevitable cigarro cuya ceniza negruzca caía sobre el tapiz de Ausbusson, que cubría el suelo y cuyo humo nauseabundo me revolvió el alma.

-Tú lo que tienes es que vagabundeas mucho- continuó acomodándose en una silla y mareándome con el olor del tabaco-. Haces bien, muchacho; tienes dinero, estás joven y fuerte; pero no abuses, no abuses.

-Oye las noticias de la tierra- comenzó Vicente, con su vivacidad de mico y el insoportable entusiasmo que pone en contar todo lo que se refiere a los demás- ¿Tú no has recibido las cartas de hoy?... Claro que no. En el escritorio las abrimos hace media hora. Las Reyes que, como tú sabes, le cuentan a Víctor todo cuanto sucede allá, le dan una partida de noticias a cual más inesperada; la primera, el matrimonio del calaverón de tu primo Heriberto Monteverde, del tronera de Heriberto; ¿adivina con quién?... Con Inés Serrano. ¿No te sorprende?... Casarse Monteverde, todo fuego, con la Serrano, tan fría y tan boba y de posición social inferior a la de él, porque en fin, sea lo que sea, los Monteverde son los Monteverde. Parece que irán a pasarse la luna de miel en el Buen Retiro, la hacienda de don Teodoro. Aburrido aquello, ¿eh? Dime, aquí entre los dos: ¿no crees tú que sea puro cálculo de Monteverde ese matrimonio?... Las Reyes le dicen a Víctor que está mal de fortuna y que le debe mucho a Spínola. Tal vez sea cierto. ¿Quién sabe, eh?... A mi papá le parece muy probable; a Alberto también- agregó con aire de malicia... -Nosotros recibimos las órdenes para eltrousseaus de la novia; la madre encarga un broche de diamantes, que será de lo mejor que se ha mandado para allá en los últimos años... y uno de los hermanos un libro de misa... Ridículo para regalo de matrimonio, ¿no te parece, un libro de misa?... ¡Ah! pero qué te cuento yo de noticias de allá cuando aquí en la colonia hay una cosa nueva que te interesará muchísimo... Llegó al fin Eduardo Montt, ¿oyes?, y sé de buena tinta que no trajo más que cuatro mil francos; ¡y si lo vieras!... Se ha mandado hacer camisas en casa de Doucet, ropa donde Eppler; comió el domingo en el Café de París, con una cocota famosa, y ayer andaba en el Bosque en coches deremise... ¡Todo eso con cuatro mil francos! Es increíble, ¿ah? ¿Será que juega, no es cierto?... ¿Qué dices tú de eso?... ¿Será que juega?.. A mi papá le parece probable.

De Sobremesa - José Asunción SilvaWhere stories live. Discover now