Capitulo 29

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¡Oh, la extraña y deliciosa criatura! Entramos juntos, abrió con su llave la puerta del vestíbulo, que atravesó rápidamente, y cuando llegué al saloncito amable, después de quitarme el abrigo, en uno de cuyos amplios bolsillos estaba el collar de diamantes disimulado entre las flores, ya había encendido las lámparas. La desnudez de la pieza estrecha, amueblada sólo con dos sillas, un diván, un velador y una lámpara, y la expresión de su carita seria, disiparon mis últimas dudas. No, aquella no era una mujer comprable; quién sabe qué capricho loco por la valiosa joya la había hecho recibirme, y qué había entendido al oír mi frase brutal.

-Siéntese usted- me dijo, ya sentada en un sillón de brocatel grisoso, al pie de una alta lámpara, de la cual caía, en cuadro, la luz sobre la alfombra, suavizada por un pantallón de gasa de un verde desteñido.

Fue ella quien rompió primero el silencio. Yo me contenté, mientras duró éste, con extasiarme los ojos recorriéndola toda, desde la masa espesa de los cabellos oscuros, que le coronaban la cabeza, de enérgicas y finas facciones, hasta los piesecitos angostos y largos, que calzados con un zapato bajo de resplandeciente charol, dejaban adivinar su blancura por entre los calados de la media de seda negra, fina como un encaje.

-¿Usted ha vivido en los Estados Unidos?... - fue la primera frase que, después de otro silencio, me dirigió la boca encarnada y fresca, en un francés gutural y bronco, que me hizo sonreír involuntariamente al oírlo... - ¿No?... Eso equivale, más o menos, a que usted no me entienda y tal vez a que me juzgue mal, y lo probable es que no podamos hacer nada... -continuó asomándosele a los ojos la misma tristeza de niño consentido a quien se le niega un juguete, que le había visto en la joyería al oír los precios de los diamantes. ¡Ah, pero usted habla inglés mejor que yo! Tal vez podamos entendernos; perdone usted que lo deje solo unos segundos- añadió, levantándose.

-¡Estas americanas del Norte!, pensaba para mi coleto, haciendo mía la frase del empleado de Bassot, que había oído por la mañana.

-Aquí están- dijo, poniendo sobre una mesita que acercó, unas cajas de terciopelo y de raso y encendiendo dos bujías para facilitarme el examen... Véalas usted, avalúelas y después le haré mi propuesta.

- Valen la mitad de lo que vale el mejor de los collares que usted vio en la calle de la Paz- le contesté con calma imperturbable y sin una sonrisa, después de examinar el contenido de los estuches, marcados los unos con el nombre de Tiffany, los otros con los de varios joyeros parisienses de segundo orden, y donde no había una sola piedra sin defecto-. Esto ha sido escogido más en vista del tamaño que de la calidad; usted convendrá conmigo en que los diamantes, o son pajizos o tienen defectos, rayas y quebraduras que los hacen desmerecer; en que los rubíes no son del mismo matiz y en que una de las esmeraldas del broche es más pálida que las otras y tiene jardín- le dije asumiendo de lleno mi papel de negociante en joyas.

-¡Cosas de John, que no distingue! Yo prefiero un diamantito así de grande- dijo mostrándome la punta de la uña rosada, blanca y brillante de uno de los dedos- pero que no tenga mácula, a una tapa de botellón con viso pajizo-. Y, sonriéndome por primera vez:- ¡usted es un maestro, y qué refinado! how refined- añadió sin quitar los ojos de la perla negra que me abotonaba la pechera...-. Pero, en fin: usted conviene conmigo en que estas joyas valen la mitad de lo que vale el collar; pues oiga usted mi propuesta: le daré a usted mi nombre, que ya va siendo una garantía, y esto- dijo, mostrando los estuches- y un pagaré por la diferencia con el precio del collar. Dentro de tres meses le enviaré de Chicago el valor total de éste, y usted me devolverá lo mío, junto con el pagaré cancelado, entregándolo todo en el Consulado de los Estados Unidos, donde formalizaremos la operación, mañana, a primera hora. ¿Acepta usted?- preguntó sonriéndome con alegría.

De Sobremesa - José Asunción SilvaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora