- ¡Victoria! -gritó un cabo al observar la retirada del enemigo.
Los soldados gritaron a todo pulmón, habían ganado la batalla y volverían a casa.
- ¡Respirad, camaradas! ¡Es el olor de la victoria!
Y respiraron profundamente. No sabían cómo olía la victoria, pero aquel olor se alejaba de todas sus expectativas.
Muerte.
Olía a muerte.
Echaron la vista atrás y observaron cómo habían perdido a un tercio de sus compañeros. Los cuerpos estaban tendidos en el suelo y envueltos en barro. Habían creado un cementerio. Uno de los cabos se acercó al soldado que tenía más cerca de su posición y le acarició la mejilla. Tendido en el suelo, con una bala en el estómago y la sangre sin parar de brotar. Reconoció a su amigo y una lágrima empezó a brotar de sus ojos.
- Hemos ganado, Sam. Volvemos a casa.
Sam explotó a llorar y abrazó a su amigo.
- Sí, Dani. Nos vamos a casa.
El soldado herido miró al cielo, y una sonrisa se dibujó en su rostro.
- Todos los días luchando en este mismo lugar y nunca nos hemos parado a mirar lo bonitas que están las estrellas.
Giró poco a poco la cabeza, y dejó que su cuerpo se rindiera a la fuerza de la gravedad.
No volvería a casa. Ni él ni muchos de los soldados que usaron su último aliento para saborear cómo sus compañeros lo habían conseguido. Habían ganado la batalla, pero habían perdido la vida.