Capítulo #12 - Porque los padres también guardan secretos

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—No obstante el cuerpo de una alumna ha sido encontrado despedazado sobre su propia cama. Sus padres alegan haberla visto esa mañana tomar el desayuno, pero que luego subió a su cuarto a tomar sus cosas para ir a la escuela y jamás bajó. Ellos se dirigieron a su trabajo sin preocupación alguna, ya que no se le notaba mal, y aseguran que nadie entró a la casa esa mañana. 

 Elizabeth se tiró en el asiento de la sala de su casa y apagó el televisor de pantalla plana. Las noticias habían sido muy claras, una chica había sido encontrada muerta en su cama, dos chicos habían desaparecido, y ella nunca estaba en su casa por estar satisfaciendo sus necesidades propias. —Esto no puede seguir así —musitó. Tomó su celular y marcó. Sonó un par de veces antes de recibir una respuesta.

—Hola, ¿Rosa? 

 —¡Oh Elizabeth, que bueno que has llamado! —exclamó la señora en la otra linea y luego rompió en llanto. 

—Siento mucho lo de tu hija —susurró Elizabeth—. Pero tengo que preguntarte algo —añadió—. ¿Dónde estaba mi hija cuando ocurrió todo? 

 La señora detuvo los sollozos por un momento. —¿Tu hija? 

 —Sí, Rosa ¿dónde demonios estaba mi hija? —gritó exasperada. 

—Nosotros no hemos visto a tu hija desde hace días —exclamó la señora en defensa—. Ella no ha venido a donde nosotros, incluso Amanda estuvo preocupada porque ella no le contestaba las llamadas, y no le habló en la escuela por estar con otra chica. 

—¿Otra chica? ¿No estaba con ustedes? —gritó con furia—. ¡Rosa! ¿dónde está mi hija? 

—No lo sé, Elizabeth, no puedo ayudarte porque realmente no sé. 

Elizabeth colgó el teléfono y se puso en pie. Subió las escaleras hasta el cuarto de su hija y lo abrió. Todo estaba en perfecto orden. La ventana estaba abierta, las gavetas recogidas con toda la ropa dentro, el ordenador estaba en modo de dormir. Incluso la cama estaba hecha con las zapatillas de dormir al lado de la cama. Caminó hacia el baño y abrió la cortina. No habían papeles en el zafacón, y la bañera estaba seca. No encontró nada a excepción de unas escamas en el drenaje de agua de la misma. 

 Bajó las escaleras preocupadas, se sentía culpable, aunque en parte se sentía tranquila. Su hija era una chica responsable, demasiado responsable. Donde quiera que estuviera se la imaginaba a salvo y bien. Para ella Anabelle era muy inteligente y capaz de cuidarse. Pero imposible no preocuparse ¿cierto?

Tomó el teléfono de nuevo. Quería llamar pero a la vez no quería, sabía que había hecho mal esos últimos años, y que el probablemente el no quería ni saber de ella, pero cuando tenía que ver con su hija, era imposible no preocuparse. Marcó el número, pero rápidamente salió el buzón de mensajes. Justo como había pasado ese último año. Su corazón comenzó a latir fuertemente, todo era tan extraño, después de todo era su culpa. Caminó hasta el centro de la sala y tomó aquella extraña concha que siempre se había mantenido en medio de la mesa. La levantó y caminó con ella hasta su cuarto. Abrió su gaveta y sacó un recipiente de líquido extraño con peste nauseabunda, y lo tragó. Vertió unas gotas en la concha, y sopló lentamente. 

Hacía muchos años que no tocaba aquella concha. No había tenido la necesidad de hacerlo, y solamente había deseado ir el pasado. 

 El cielo comenzó a oscurecerse, y la marea comenzó a subir, el viento hizo que las ventanas chocaran unas con otras desenfrenadamente haciendo que el pelo de Elizabeth se metiera dentro de su boca. Los espejos comenzaron a temblar, y los pájaros desaparecieron del amplio cielo. Las olas chocaban unas con otras en señal de furia, y luego el teléfono sonó. Elizabeth suspiró y dejó caer la concha al suelo, y lo tomó.

No te preocupes, Anabelle está conmigo, George. 

Elizabeth sintió que se desfallecía. Su corazón se detuvo de repente, y sus manos comenzaron a temblar. ¿George? ¿Realmente era el? La última vez que le vio fue una tarde que dijo que iría a caminar por el muelle. Habían tenido una larga discusión acerca de como ella pasaba demasiado tiempo fuera de la casa, y de lo mal que cuidaba de su hija. El dijo que ya no valía la pena seguir juntos, y luego nunca volvió. Elizabeth se dejó caer sobre la cama. Cuando desapareció ella nunca llamó, nunca le buscó, y solo le deseó lo peor. ¿Cómo Anabel lo había encontrado? ¿Hasta donde había llegado para encontrarle? ¿Dónde estaba? Tomó el celular, y escribió un mensaje de vuelta. 

¿Dónde estás? ¿Cómo está la niña? ¿Por qué no has llamado? ¿Dónde te encuentras? 

Pero el nunca contestó. Llamó un sin número de veces, pero nunca recibió respuesta. Se tiró al suelo y rompió el lágrimas. 

—¡Es tu culpa! —gritó mientras arrojaba la concha hacia la pared, la cual se hizo añicos con tan solo recibir el impacto—. ¡Todo es tu culpa! —gritaba desesperada. 

Marcó el número de Anabel, pero solo salía la grabadora. 

—Hola, soy Anabel, quizás estoy ocupada estudiando para un examen, o durmiendo como una perezosa. Por favor, deja tu mensaje después del tono, un beso. 

Escuchar la voz le traía tanta paz. ¿Hacía cuanto no pasaba tiempo con ella? Entonces recordó, ella si había visto a Anabel, la había visto el día anterior por la mañana, cuando estaba haciendo el café. Ella entró por la puerta trasera, y la encontró desnuda en la cocina. Su cara era diferente, se veía más madura, se veía fortalecida, como una mujer. Su pelo estaba mojado, y sus uñas estaban pintadas. Tenía un extraño olor a arena encima, y iba descalza. 

 Elizabeth revivió el momento. 

 —¿Papá? 

—¿Cómo te atreves? —gritaba desenfrenada—. ¿Cómo te atreves a hacerme esto a mi y a mi hermano? ¿Es por eso que has vuelto a casa, para dormir con el, sabiendo que yo estaba fuera?  

Entonces su mente cogió conciencia, si ella había preguntado si ese era su papá, ella no estaba ese día con el. Intentó recordar exactamente lo que había pasado, intentando recordar a donde se había ido ella cuando se marchó, pero no había dicho nada. Solo había cerrado la puerta, y se había marchado. 

 Lloró en silencio intentando analizar todo lo ocurrido, intentando resolver todo lo que pasaba a su alrededor, pero no encontró respuesta, ella ya se había marchado.

*** 

Aquata se sumergió en las calientes aguas de Miami. Era uno de esos días en los que el tiempo parece estar de buenos ánimos, pero en los que todo sale mal. El sol brillaba tan fuerte, que se tenía que mantener los ojos cerrados. La playa estaba vacía, después de todo era día de trabajo, solo a excepción de algún curioso turista. 

 Después de luchar por tener una buena vida, después de luchar por realmente sentirse orgullosa terminó siendo una sirena. Una criatura representante de un físico alegre, y lleno de entusiasmo, pero que esconden dentro de ellas un alma oscura y llena de dolor. Donde el dolor y la muerte son su medicina, y que solo sirven para hacer daño. Se imaginó a ella misma cometiendo los mismos errores de Oceanía, se imaginó despedazando el cuerpo de Andrés y luego el de Maxwell. Pero al hacerlo, sintió que su corazón se detenía. Se vio cantando en el agua, esta vez no era un sueño, era simplemente un recuerdo. Su boca se tornó seca, y sus manos tiesas al sentir el sabor a hierro, el sabor a sangre. 

 Una lágrima recorrió su mejilla, y tocó el agua. Todo comenzó a temblar a su alrededor, la furia se podía sentir, el dolor inundaba su alma, pues la primera lágrima de verdadero amor, había tocado aquellas aguas. 

Aquarius - Una saga de sirenasWhere stories live. Discover now