Último respiro.

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 Erick.

Hubo un tiempo en el que hasta los culpables tenían una extraña inocencia. En nuestra ciudad, el robo era algo inexistente. Las puertas se cerraban debido al frío, el viento y la lluvia, no por las personas. Así que cuando el candado de una puerta o una ventana se rompía o se oxidaba tras años de mal tiempo, lo más normal es que se dejase así.

Al bajar aquel día al sótano, vi a Any, Pero no tenía ningún miedo. Sus ojos eran duros y transparentes. Y a pesar de lo débil que se encontraba, se las arregló para dar un paso adelante. Aaron se tiró sobre ella como un loco. Le agarró la cabeza con ambas manos como si fuera un evangelista, sanando. Y entonces la estampó contra la pared. El cuerpo de Any empezó a temblar. Miró a Aaron, directamente a los ojos, y, por un instante, sus ojos tuvieron una expresión confundida, como si incluso entonces le preguntase a Aaron por qué. Por qué. Y entonces cayó.

Justo sobre el colchón de aire, como un saco sin huesos. Tembló durante otro rato y luego se paró. Me apoyé en la mesa para no caer. Aaron se quedó mirando a la pared. Como si no pudiera creer que Any ya no estuviera allí. Con la cara de un blanco ceniciento. An también se puso en pie. La habitación se llenó de un inmenso silencio. An se inclinó. Le puso la mano sobre la boca, luego sobre el pecho.

- ¿Res... respira? Nunca antes me había parecido Aaron tan pequeño.

- Sí. Un poco. Aaron asintió.

- Tápala -ordenó-. Tápala. Tápala. Volvió a asentir a nadie en particular y luego se giró y cruzó la habitación tan cuidadosa y lentamente como si pisara cristales rotos. Cuando llegó a la puerta, se detuvo para recuperar el equilibrio. Y entonces se fue. Y solo quedamos An y yo. An fue la primera en reaccionar.

- Cogeré algunas sábanas -dijo. Tenía una mano sobre la cara, tapándose el ojo. Estaba sangrando mucho. Pero An no parecía molesta, yo sí. Frente a la mesa, aún chisporroteaba el fuego, humeando.

- Ha llamado mi tío -musitó An.

- ¿Eh?

- Nuestro tío. -me dijo-. Ha llamado. Quería saber dónde estábamos. Yo cogí el teléfono. Aaron habló con él. No tuve que preguntarle qué le habían dicho. No me había visto.

Estaba mirando a Any . An regresó con las sábanas. Me miro por un largo rato, dejó las sábanas en el suelo.

- ¿Qué vamos a hacer An? -le pregunté.

- No sé -me contestó. Su voz sonaba plana y desenfocada, atónita; como si fuera ella la que había recibido una patada en la cabeza, y no ella.

- Se puede morir -continué-. Se morirá. A menos que hagamos algo. Nadie más lo hará. Lo sabes. Aaron no lo hará. Los vecinos no lo harán.

- Lo sé.

- Pues hagamos algo.

- ¿Cómo qué?

- Algo. Dígamosle a alguien. A la poli.

- No sé -repitió. Cogió una de las sábanas del suelo y la tapó tal y como Aaron le había dicho. La tapó con muchísima suavidad. - No sé -volvió a repetir. Sacudió la cabeza. Entonces se volvió.

- Tengo que irme. Aaron quiere que suba, voy a tranquilizar al psicópata.

- Déjanos la luz, ¿vale? ¿Podemos hacer eso? ¿Para que podamos cuidar de ella? Pareció pensarlo un rato.

- Sí. Claro -dijo.

- ¿Y algo de agua? ¿Un trapo y algo de agua?

- Vale. Tú sabes que sí, la quiero viva, tanto como tú.

Salió al sótano y oí correr el agua. Volvió con un cubo lleno de agua y algunos trapos del polvo y los puso en el suelo. Luego colgó la luz de trabajo del garfio del techo. No nos miró. Ni siquiera una vez. Se acercó a la puerta.

- Ya nos veremos. Y resolveremos esto-me dijo.

- Sí -contesté-. Nos veremos. Y entonces cerró la puerta.

Aquella chica de los hematomas.Where stories live. Discover now