Capítulo 17

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Ya es de mañana, siento que mi cuerpo no puede ni moverse, me duele todo, más que nada los muslos, debido las múltiples y duras estocadas de Russel. Ni hablar de mi entrepierna, me arde como mil demonios, todo porque no se lubricó para ese tipo de trato. Oh vamos, fue todo fingido, no me excité, por lo tanto, mis jugos vaginales nunca aparecieron. Menos mal que después de un rato mi acompañante decidió usar lubricante para hacérmelo un poco más fácil.

Lo hemos hecho siete veces a lo largo de la noche en infinitas posiciones que ni siquiera sabía que existían , una en el sofá, tres en la cama, otra en la pared, la siguiente en el piso y la última sobre la mesa, la cual ya no se puede usar debido a que la destrozó.

Sé que ha sido un poco brusco, tengo algunos moretones y chupetones aquí y allá por todo el cuerpo de los cuales no he dejado que Finnick los vea, ya se siente mal consigo mismo como para ver estas pequeñas aureolas violetas.

Estoy dentro del lugar donde se realizarán los 74° Juegos del Hambre, sé que Peeta está en camino en un aerodeslizador, también puedo notar su vestimenta, pantalones sueltos, botas gruesas, una camiseta de algodón que seguramente le va a quedar muy ajustada, y una campera impermeable. Eso me indica que el clima será frío y húmedo, quizás habrá nieve, o incluso podría ser un bosque. Descarto la idea de un pantano, desierto o algún tipo de ciudad abandonada.

Puedo sentir el calorcito en mi vientre, he hecho y haré algo ilegal. En el momento en el que llegué a la Torre de Entrenamientos, en mi piso había una gran variedad de platillos del Distrito 4, pero hubo algo que casi provocó que me tirara al suelo de rodillas y llorara como una niña cuando su padre va por primera vez a la mina.

Sobre un cuenco transparente, se encontraba una gran porción de panes de pez, los que tanto intentamos recrear la receta Peeta y yo en el 12.

Así que tomé seis, los envolví en una servilleta de tela y los escondí debajo de mi camiseta. Uno de los Agentes de la Paz que me revisó, me dijo que me callara, y que no diga nada y si era posible que ni respire, le debo una muy grande a ese joven.
La puerta se abre y Peeta es empujado hacia adentro, chocamos debido a que él dio pequeños tumbos hacia atrás.

Nos fundimos en un abrazo, y las memorias me invaden, no estoy abrazando al Peeta de 16 años, estoy abrazando al Peeta de 6 años. Al que conocí una vez en la plaza, donde su madre se había olvidado de él y lo había dejado abandonado en uno de los bancos.

Lo recuerdo como si fuera ayer, él lloraba a moco tendido, justo como ahora, me rogaba que lo llevara con su papá. Pero claro está que yo no sabía quien era su padre. Minutos después un hombre desesperado apareció gritando el nombre del niño, cuando lo vio, una lágrima bajó por uno de sus ojos y tomó a su hijo en brazos. Me dio las gracias y me sonrió, comenzando a emprender viaje hacia su casa. Yo lo único que había hecho para que deje de llorar había sido abrazarlo y darle algunas palabras de aliento, solo era una niña de 13 años.

También sentí cierta envidia al sentir el amor que tenía ese padre hacia su hijo, creo que corrí hacia ellos. Sólo para preguntar el nombre del niño de cabello rubio y ojos azules como el cielo que ya sonreía junto a su padre. "Peeta" respondió el pequeño, y desde ese momento decidí que lo iba a cuidar con mi propia vida. Me prometí que nunca jamás lo volvería a ver llorar de esa forma, que de ahora en más sería su guardiana, aunque él no lo sepa.

 Me prometí que nunca jamás lo volvería a ver llorar de esa forma, que de ahora en más sería su guardiana, aunque él no lo sepa

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Saphira 《Finnick Odair》Donde viven las historias. Descúbrelo ahora